Lenín Moreno, como presidente del movimiento oficialista, ha hecho, desde el día mismo de su posesión, duros cuestionamientos al estilo de gobernar de su antecesor, primero, y ahora directamente a lo que ha llamado la segunda etapa de la revolución ciudadana, una en la que el llamado correísmo logró consolidar su poder con el control de absolutamente todas las instituciones del Estado. Unas instituciones que debieron abstenerse de indagar cualquier denuncia de corrupción a menos de que el escándalo fuera ya insostenible y la investigación fuera ordenada en alguna sabatina, luego de jurar y rejurar que los investigados nada tenían que ver con el llamado gobierno de las manos limpias. Los responsables siempre eran los otros, los malos o los traidores.
Para Moreno una de las causas de tanta corrupción hallada en sus primeros meses de gobierno tiene un denominador común, el deseo de cierto grupo de mantenerse en el poder, primero con la aprobación a trocha y moche de la reelección indefinida. “No me gusta el poder -ha dicho-, el poder lastimosamente envuelve a las personas en una cárcel de la cual no pueden salir y, en más de una ocasión, genera el resentimiento de familiares, amigos queridos o de colaboradores”.
La radiografía de lo hallado en su actual administración es bastante crítica. Una especie de cabeza de hidra había logrado convertir a las instituciones del Estado, al menos un 70% según Moreno, en fuentes inagotables de fortunas escondidas hasta en los techos de las casas, dinero que había logrado crear una especie de ficción de bonanza económica, porque circulaba como lo hace el dinero del narcotráfico, en mercados paralelos a los de la economía real.
La nueva realidad política enfrenta ahora a antiguos coidearios que parecían fuertemente unidos bajo el discurso paternalista del ex presidente residente en Bélgica, que sigue despotricando contra un gobierno por el que metió las manos al fuego, por el que pidió confianza ciega a los ecuatorianos y que ahora dice haberle traicionado solo por no haber seguido la orden de trabajo entregada en cuatro libros que supuestamente iban a garantizar una transición ordenada.
Por un lado están María José Carrión, Carlos Vera y Karina Arteaga, por el otro Marcela Aguiñaga, Gabriela Rivadeneira, Soledad Buendía y Carlos Viteri Gualinga. La realidad de un país que se halló con una mesa no servida fue el detonante de la crisis al interior del oficialismo, una crisis que muchos ven todavía como un ficción, como un montaje para que el expresidente siga con una tribuna abierta para convertirse en líder de la oposición.
Pero en realidad no es nuevo el hecho de que el expresidente haya pasado de ser el primer morenista al primer antimorenista. Todavía está fresca en la memoria ese discurso en Montecristi en donde se declaró el primer acostista, cuando se hablaba de una división entre el entonces presidente en funciones y el entonces presidente de la Asamblea Constituyente que luego se encargaría de diseñar un modelo hiperpresidencialista con un Consejo de Participación Ciudadana usado a su antojo. Que de Participación Ciudadana nunca tuvo nada. Siempre fue Participación correísta.
El primer acostista se convirtió luego en el primer antiacostista al que sacó de la presidencia de la Asamblea Constituyente con un plumazo, claro que entonces tenía todo el poder del aparato estatal para humillar y hasta burlarse a su antojo de su antiguo coideario, de uno que le ayudó a llegar al poder.
La crisis al interior de AP es real, porque aunque la realidad pareciera ficción ya está claro, al menos en el inconsciente ecuatoriano, que toda la propaganda montada en el anterior gobierno sobre una administración pública de manos limpias no fue más que eso, propaganda usada para dilapidar millones de dólares por quienes se creían brillantes estrategas de la comunicación por convertir su verdad en la verdad, pero con la amenaza y el acoso a la prensa que decidió no seguir su guión ni arrodillarse ante la pauta publicitaria manejada con recursos públicos.
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