Y de pronto todo se ha convertido en una especie de fuegos cruzados. Por un lado, en la política doméstica hay un expresidente que abusó hasta el cansancio de los llamados medios públicos en los que solo tenía espacio el oficialismo, en los que nadie podía discrepar con las tesis oficiales, en los que solo podía escribir o hablar quien hiciera loas a su gestión pública. Ahora siente que esos medios ya no son públicos sino gobiernistas. Los acusa así desde una cuenta de Twitter creada y gestionada con fondos públicos, pero que ahora la mantiene como privada.
En la política no tan doméstica sigue creciendo como bola de nieve un escándalo internacional, el de los sobornos de la constructora brasileña Odebrecht. En medios que no son de Ecuador aparecieron los primeros audios, las pruebas que han puesto en jaque a los jeques de la clase política latinoamericana que se ufanaban de hacer una revolución, ahora se sabe, a costa de las cuentas de Odebrecht, una empresa con su propio Departamento de Sobornos para tener acceso a millonarios contratos de obra pública.
Negar hasta el cansancio todo; culpar de todo a los demás: a la prensa, al imperialismo, a la CIA, al Mossad, a los rosacruces, a los templarios, a las catedrales de Fulcanelli… es una estrategia que va en descrédito gracias al cinismo de personajes como Nicolás Maduro o de una llamada autoridad electoral venezolana que no tiene ningún empacho en mentir; gracias a los que antes comían pan y ahora comen mierda porque creyeron que lo público era su parcela privada, pero mantenida con fondos públicos. Es como la curva de Laffer en materia tributaria, esa estrategia que da réditos en un momento, pero produce un efecto contrario después. Cuando sus efectos no se pueden ocultar.
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