Hasta hace pocos años era impensable un acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla más antigua de ese país que se mantuvo activa durante más de cinco décadas.
Aún no deja de sorprender la imagen del presidente Juan Manuel Santos, entregando un fusil AK-47 dorado, convertido en pala, al jefe del grupo armado irregular de inspiración marxista-leninista, Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timochenko, como símbolo de que el camino a la paz no tendrá retorno.
Durante el acto cumplido a inicios de la semana anterior, las FARC entregaron las armas individuales que portaban más de nueve mil guerrilleros. Según el cronograma acordado por las partes, hasta el próximo primero de agosto la misión de observadores de la Organización de Naciones Unidas (ONU) habrá almacenado y destruido el armamento y explosivos que aún quedan en unos 70 campamentos.
El adiós a las armas representa un hito significativo para la sociedad colombiana. Han sido más de 50 años de lucha armada con un saldo de miles víctimas de delitos atroces como secuestros, asesinatos, asaltos, violaciones, desapariciones, ajusticiamientos… El terrorismo incursionó en pueblos enteros y provocó el desplazamiento de cientos de miles de personas que huyeron a otros países, principalmente al nuestro, en busca de refugio.
Pero la paz sin justicia no es paz. Si bien la entrega de armas sella una etapa horrenda para los colombianos, la afrenta ha sido demasiado grande y los crímenes no pueden quedar impunes. El pueblo dejó muy claro este mensaje en el plebiscito del pasado octubre, cuando la mayoría dijo No al primer acuerdo negociado -durante cuatro años- en La Habana.
Quienes cometieron los delitos de lesa humanidad no pueden quedar libres de culpa, los crímenes tienen que ser sancionados. Por ello, el Estado y las FARC están obligados a fijar un acuerdo de transición que imposibilite la impunidad. De no haber castigo, las heridas quedarán abiertas y la paz alcanzada podría quebrarse.
La reincorporación de miles de guerrilleros a la vida civil es otro tema complejo. Ya sea porque tienen que pagar delitos o porque no se acostumbran a vivir bajo las normas del Estado de Derecho, muchos exterroristas no podrán reinsertarse y tratarán de salir de su país por la frontera más cercana y permeable. Esto resulta inquietante para el Ecuador.
Todos saludamos la paz y el presidente Lenín Moreno no es la excepción, pero a su Gobierno le corresponde observar atentamente el desarrollo del proceso de Colombia y tomar medidas en concordancia. En la actualidad, el Ecuador tiene problemas de inseguridad. Si llegaran a sumarse situaciones violentas, las cosas podrían salir de control.
En la actualidad, los ciudadanos del país vecino ingresan con facilidad. Para evitar la entrada de exguerrilleros reticentes a incorporarse a la vida civil, u otros personajes involucrados en actos violentos, sería bueno restituir el requisito del pasado judicial.
Como la Paz para Colombia, promociona, el Gobierno del presidente Santos al acuerdo con las FARC. Sin embargo, sigue activo el Ejército de Liberación Nacional (ELN), otro grupo alzado en armas. Precisamente por estos días, en Sangolquí, un cantón localizado en las cercanías de Quito, se llevan a cabo negociaciones para llegar a un acuerdo con esa guerrilla.
En mi opinión, el respaldo mundial recibido por la alianza con las FARC, de alguna manera ejerce presión para que el ELN también abandone la lucha armada. Incluso, algunos términos del acuerdo con el -hasta hace poco- grupo insurgente más grande de Colombia, podrían servir como base para estas conversaciones.
Lo importante es acercar las posiciones entre las partes, que las cosas marchen bien y las conversaciones arriben a buen puerto. De no lograrse el objetivo, el ELN quedaría mal, muy mal, ante los ciudadanos de su país y ante el mundo entero. Por todo eso, al ELN le resultará cuesta arriba negarse a firmar la paz.
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