La política concierne al tipo de régimen de gobierno, a la acción del estado. Jacques Ranciere separa la política de la acción reguladora policial propia de un gobierno. Para Ranciere el sujeto político es quien asume un espacio precario no regulado, un espacio suplementario, un lugar de desacuerdo por excelencia. Concibe, en todo caso, que los sujetos bajo un gobierno comparten una referencia simbólica con el gobernante que hace posible una democracia.
Pero si la política es el camino hacia una guerra, como piensa Carl Schmitt, si se parte de una división entre amigos y enemigos como la cuestión a responder previamente a la acción, estamos en la estrategia del progresismo revolucionario.
Creemos que la vida tiene un sentido, que la historia va hacia algún lado. En el Occidente judeocristiano el punto de llegada se llama el Juicio Final. El nihilismo de la modernidad supera esta visión, poniéndola con los pies en la tierra. No hay Apocalipsis ni Juicio Final, en su lugar tendremos la Revolución y la justicia socialista.
Se dice que en una monarquía el límite es la ley y que en una aristocracia es el honor. No tenemos reyes, tampoco una aristocracia, y del honor ya no podemos decir algo verdadero. Ha quedado como el pretexto cobarde del gobernante que lo reclama, no en el tradicional “campo del honor” sino en el “civilizado” de los tribunales partidistas, con la omnipresente ayuda de su guardia armada.
!Qué lejos queda la interpretación de Tocqueville que hacía de los jueces vitalicios en los Estados Unidos una nueva aristocracia!
En la democracia el peligro es otro. Mucho más terrible en sus consecuencias negativas: la demagogia y la tiranía del líder. La ciudadanía tiene que portar la virtud de un criterio independiente, ejercer la libertad de pensar en los destinos de un país, tomar las experiencias de los pueblos contemporáneos y del pasado, no sucumbir a la hipnosis de los líderes y su aparato de propaganda.
El Estado tiende a limitar a unos en beneficio de otros, de acuerdo a códigos establecidos. Esto implica la construcción de un campo de ricos privilegiados, en contradicción con uno de marginados, de pobres, de víctimas. Así se llega a una dinámica complementaria. A más pobres y marginados, más Estado benefactor; pero también: a más Estado benefactor más demanda de beneficencia, más población desvalida. Como sabemos esta complementariedad es insostenible y catastrófica en el mediano plazo. Salir de ella siempre es traumático.
Para unos el gobierno, que la Constitución presidencialista ha convertido en el monopolio de las funciones del Estado, es el Otro bueno y confiable. Es el objeto de esa producción imaginaria y afectiva que enternece a Negri: el líder y su gobierno son amados, dignos de alabanzas y aplausos, defendidos a toda costa. Un ciudadano inspirado en el espíritu liberal clásico, abierto a la razón y a la experiencia, obrará con una sana desconfianza en cualquier poder. Sabe que todo gobierno “es un sirviente peligroso y un amo feroz”. No necesita líderes, prefiere estadistas que entiendan el significado de la palabra “política”.
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