Daniel Pellicer Roig Biotecnólogo especializado en biomedicina y enfermedades raras
El origen de la vida en La Tierra sigue siendo una de las grandes preguntas sin respuesta clara. Pero a lo largo de las últimas décadas, las mentes más afiladas han desarrollado una serie de estrategias para tratar de resolver este enigma. Para ello, han diseccionado cada una de las partes que hace posible la vida tal y como la conocemos hasta hallar las condiciones mínimas necesarias para crear un ser vivo. Es decir, han ido poco a poco desmenuzando “lo vivo” hasta llegar su mínima expresión y han extraído las características necesarias mínimas para que se pueda distinguir lo que está vivo de lo que no. De aquí han obtenido 3 conclusiones:
La primera es que para que haya vida, debe haber biomoléculas que interaccionen entre ellas. La segunda, que estas moléculas han de encontrarse en un entorno distinto al medio exterior. Y la tercera que han de tener la capacidad de multiplicarse, bien sea de forma autónoma o por otra vía. El problema de este planteamiento es que se trata de una pescadilla que se muerde la cola. Si para crear biomoléculas se necesitan seres vivos, este ciclo jamás podría comenzar. Por tanto, buscando un origen alternativo, los investigadores han ido levantando la cabeza hacia asteroides y cometas como C/2023 A3 (Tsuchinshan-ATLAS) que nos visita en la actualidad.
El año 2004 el cometa Wild 2 se aproximaba al centro del Sistema Solar una vez más. Treinta años antes, en 1974, este objeto transneptuniano se había acercado demasiado a Júpiter y, debido al tirón gravitatorio, la órbita que había seguido durante miles de millones de años cambió bruscamente. Pasó de dar una vuelta al Sol cada 43 años a hacerlo cada 6. Este cambio fortuito supuso una oportunidad única para la comunidad astronómica, que descubrió la existencia de este cuerpo celeste en 1978, solo 4 años después de aquel encuentro con el gigante gaseoso.
Pero la aproximación del año 2004 iba a ser distinta al resto, por primera vez en sus miles de millones de años de vida le acompañaría un objeto extraño. 5 años antes de este acercamiento, en 1999, de un planeta relativamente cercano, despegaba la nave Stardust “polvo de estrellas” con un objetivo: recoger muestras de la cola de aquel cometa y traerlas de vuelta a La Tierra.
Durante la misión, Stardust se acercó a 217 kilómetros de Wild 2, se posicionó a su rebufo, en la cola, y abrió el dispositivo de toma de muestras. De este modo, pequeños granos de polvo procedentes del cometa comenzaron a llenar los compartimentos específicamente diseñados para ello, y tras comprobar que todo había salido correctamente, cientos de científicos de la NASA respiraron aliviados. 2 años después, la sonda se aproximó a La Tierra para lanzar el pequeño contenedor con 1 miligramo de polvo espacial puro. Se trataba de las primeras muestras obtenidas directamente de un cometa. Ahora quedaba analizarlas.
Unos meses después de que la cápsula llegase a tierra, 7 artículos científicos publicados en la revista Science mostraban a todo detalle la composición de Wild 2. Unos estaban centrados en la composición elemental del cometa, otros comparaban la proporción de minerales en el polvo con la de otros cuerpos del Sistema Solar, y en otros observaban distintas propiedades físicas de las muestras. Sin embargo, no fue hasta 2009 que los investigadores encontraron un compuesto que cambiaría la forma que tenemos de comprender el cosmos. El cometa contenía glicina, un aminoácido, una biomolécula.
Los organismos vivos terrestres utilizan la glicina, junto con otros 27 aminoácidos para fabricar proteínas. Estas piezas de construcción, en conjunto con lípidos, azúcares y ácidos nucleicos, forman los pilares básicos de la vida como la conocemos. El Dr. Jamie Elsila, del Centro Goddard de Vuelos Espaciales de la NASA en Greenbelt, Maryland, explicaba la importancia del hallazgo de la siguiente forma: «Nuestro descubrimiento apoya la hipótesis de que algunos de los ingredientes de la vida se formaron en el espacio y llegaron a la Tierra hace mucho tiempo por impactos de meteoritos y cometas».
Pero para demostrar una hipótesis hacen falta más pruebas. Hasta la fecha, la humanidad ha conseguido tomar muestras directamente de tres asteroides y traerlos a la superficie de nuestro planeta evitando cualquier contaminación. La Agencia de Exploración Aeroespacial Japonesa fue pionera en la recogida de este tipo de material con las misiones Hayabusa 1, en 2010 y Hayabusa2 en 2020. En ambas misiones, unas pequeñas sondas recogieron material de los asteroides Itokawa y Ryugu, respectivamente, y los trajeron de vuelta para su análisis. La tercera ocasión fue la misión OSIRIS-REx de la NASA, que tomó muestras del asteroide Bennu y las entregó en 2023. Estas tres misiones han permitido ofrecer una visión incorrupta de la composición de los cuerpos celestes, y han traído más de una sorpresa consigo.
Para la exobiología, la rama científica que estudia la posibilidad de vida en otros planetas, el cuerpo más interesante y prometedor era Ryugu. Ryugu forma parte de la familia de asteroides de tipo C, caracterizados por la gran cantidad de carbono en su composición en comparación al resto. Como el carbono es el elemento que permite la formación de biomateriales, su análisis podía ser muy revelador ya que ayudaría a comprender cómo ciertas biomoléculas como la glicina pueden formarse espontáneamente en el espacio.
Tras el análisis, no solo encontraron glicina, si no también dimetilglicina y otros compuestos orgánicos como el uracilo, una base nitrogenada que forma parte del ARN. Además, existen indicios de otros compuestos que, lamentablemente, no han podido identificar hasta la fecha. En las muestras de Ryugu se pueden intuir las señales de enlaces compatibles con compuestos aromáticos y con otros aminoácidos, pero se encuentran en concentraciones demasiado bajas para los instrumentos y las técnicas actuales. Aunque ante un problema, siempre existen otras soluciones que ayudan a teorizar qué compuestos orgánicos pueden producirse en el espacio.
Empleando maquinaria extraordinariamente compleja, diversos laboratorios en todo el mundo han conseguido recrear las condiciones espaciales. Tanto el vacío, como las temperaturas extremas y el bombardeo constante de rayos cósmicos. Al someter a este proceso una muestra de composición similar a ciertos asteroides o cometas como el que nos visita, los investigadores han conseguido crear glicina que ya se ha observado en las muestras, pero también β-alanina y serina, otros aminoácidos. Además, también han creado otros compuestos orgánicos como la hexametilentetramina.
Por tanto, el cometa Tsuchinshan-ATLAS que nos visita estos días podría tener en su superficie, o encerrados en su núcleo, vestigios del pasado que apoyen la hipótesis de la panspermia. Es decir, que en una tierra primigenia, hace al menos 4500 millones de años, un bombardeo de cuerpos celestes de todo tipo pudo ir allanando el camino al juntar todos los ingredientes necesarios para la vida. De ser así, la vida en otros planetas podría ser más habitual de lo que esperamos, aunque todavía hayamos encontrado evidencias en el frío, oscuro y silencioso universo.
Texto National Geogrpahic
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