La orden ejecutiva firmada por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a principios de junio, por la que se modifica la política migratoria de su país, también está teniendo repercusiones en Brasil. En un año electoral, el gobierno de Washington pasó en pocos días del eslogan de una migración “segura, ordenada y humana” a un endurecimiento de las normas. Una de las medidas más duras es la que permite ahora a Estados Unidos cerrar la frontera cuando se supere el número de 2.500 entradas diarias. Otra permite a la policía deportar inmediatamente a cualquiera que cruce la frontera ilegalmente. Hasta ahora, en cambio, era posible solicitar asilo o refugio una vez en el suelo estadounidense. Este drástico cambio ha trastocado lavada de miles de emigrantes que se han visto obligados a revisar sus planes a la espera de que, quizás, Estados Unidos revise de nuevo su normativa. Muchos de ellos se detienen así a mitad de camino, especialmente en el estado de Acre, en Brasil, en la frontera con Perú.
Son sobre todo venezolanos y cubanos, pero el riesgo es que este Estado amazónico tan pobre se convierta pronto en un nuevo México, una especie de aparcamiento para migrantes por tiempo indefinido. Es la pequeña ciudad de Assis Brasil, de 7.000 habitantes, la que se ha convertido en el epicentro de esta nueva ruta improvisada en la que cada semana se amontonan más migrantes a la espera de un próximo cambio en las políticas estadounidenses. Fundada en 1958 por trabajadores que querían extraer caucho, Assis Brasil sólo tiene una carretera, la BR-317, que la conecta con Perú. La frontera, en el estado de Acre, que también limita con Bolivia, tiene 2.600 km y sólo hay 40 agentes de servicio para patrullarla. Muchos inmigrantes -algunos, según la policía, llevan drogas- también entran en Brasil a través de la selva. Esta paupérrima ciudad fronteriza no tiene mucho que ofrecer a este nuevo éxodo. Sólo hay dos pequeños hoteles, cinco restaurantes y una estación de autobuses. Y el rebote de responsabilidad política ya ha empezado. El alcalde, Jerry Correia, pide más ayuda. Actualmente, la ciudad ofrece comida gratuita a unos sesenta emigrantes cada día. “Todo depende de nosotros”, dijo Correia, añadiendo que “debería depender del gobierno federal”. El gobernador de Acre, Gladson Cameli, se mostró preocupado por una mayor afluencia en las próximas semanas que será cada vez más difícil de gestionar. “Hemos cumplido con nuestra parte de ayuda humanitaria”, declaró a la agencia de noticias Associated Press.
Es probable que la situación se vuelva aún más explosiva si se cumple el memorando de entendimiento firmado a principios de julio entre Panamá y Estados Unidos, en el que Washington se compromete a apoyar los esfuerzos del gobierno del nuevo presidente José Raúl Mulino para expulsar a los inmigrantes ilegales que arriesgan sus vidas cada día para cruzar la inhóspita selva del Darién. “La frontera de Estados Unidos, en vez de estar en Texas, se ha trasladado a Panamá”, dijo Mulino, quien como ministro de Seguridad del ex presidente Ricardo Martinelli había expulsado de esa región a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). “Vamos a repatriar a toda esa gente”, afirmó en una entrevista. Se trata de una especie de “preacuerdo” entre EEUU y Panamá que prevé la ayuda estadounidense en equipamiento, transporte y logística para detener a “extranjeros que participen en flujos migratorios que contravengan las leyes migratorias de Panamá y serán objeto de medidas administrativas de acuerdo con la legislación local”. Según la Casa Blanca, la acción “reducirá el número de migrantes que pasan clandestinamente por el Darién”.
Esta vasta e impenetrable selva entre Panamá y Colombia ha sido hasta ahora el corazón palpitante de la ruta migratoria hacia Estados Unidos, una ruta dura y peligrosa con varios casos denunciados de violencia, robos e incluso secuestros. Quien controla la entrada de los migrantes en la selva desde el lado colombiano es el Clan del Golfo, uno de los principales grupos criminales del país cafetero que gana millones de dólares cada año con el tráfico de personas. Sólo el año pasado, unas 520.000 personas cruzaron el Darién, según cifras oficiales del gobierno panameño. Una cifra récord que refleja las diversas crisis económicas y políticas de los países latinoamericanos, especialmente la de Venezuela. Más de 16.000 menores procedentes de Brasil, la mayoría de nacionalidad haitiana, han cruzado esta selva desde 2019. El gigante latinoamericano, recordemos, ha sido hasta ahora una de las puertas de entrada de migrantes africanos y asiáticos que se dirigen a Estados Unidos pasando a través del Darién.
Si esta ruta se cierra efectivamente en los próximos meses, todo Brasil corre el riesgo de convertirse en un nuevo México, una sala de espera para una ruta alternativa a Estados Unidos. De hecho, las leyes migratorias brasileñas permiten a una docena de países vecinos permanecer durante dos años sin necesidad de visado. Además, cualquier persona que llegue en avión no necesita visado si sólo está en tránsito. Desde hace meses, sin embargo, los traficantes de personas aprovechan esta ventaja para enviar a cientos de inmigrantes que, una vez aterrizados en el gigante latinoamericano, hacen escala aquí y piden asilo o el estatuto de refugiado. En los últimos meses, han utilizado esta estratagema para cientos de vietnamitas, pero pronto podría convertirse en un mecanismo habitual para enviar a miles de migrantes de Asia y África al continente latinoamericano a través de Brasil.
Por este motivo, la diplomacia brasileña envió un mensaje a Panamá, a través de la Secretaria General del Ministerio de Asuntos Exteriores, Maria Laura da Rocha, que se reunió a principios el 26 de junio con el canciller de Panamá, Javier Martínez Acha, al margen de la 54 Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos celebrada en Asunción (Paraguay). Brasil se declaró sensible al problema y dispuesto a cooperar en la lucha contra el tráfico de seres humanos. Al mismo tiempo, expresó su preocupación por la situación de los migrantes del Darién, que deben ser tratados con dignidad. Recientemente, una niña brasileña hija de madre angoleña fue secuestrada por su padre biológico, que cruzó la selva con ella. El hombre desapareció -no se sabe si murió de penuria o simplemente huyó- y la niña permaneció sola durante cinco meses en un albergue para migrantes cerca de Ciudad de Panamá hasta que se reunió con su madre en San Pablo.
El impacto de las nuevas políticas migratorias estadounidenses también se dejó sentir entre los migrantes ilegales brasileños. En el primer semestre de 2024, las autoridades estadounidenses deportaron a 516 personas. El último vuelo pagado por el gobierno estadounidense aterrizó en Confins, en el estado de Minas Gerais, la semana pasada. Vestidos con el uniforme blanco que se entrega a los migrantes detenidos, desembarcaron por docenas llevando sus efectos personales en bolsas de plástico. Confins es el único aeropuerto de Brasil donde aterrizan vuelos de este tipo, porque la mayoría de los inmigrantes ilegales proceden de esta zona de Brasil. En el vuelo de la semana pasada también había brasileños de otros estados sin un céntimo en el bolsillo para pagarse el viaje de vuelta a casa, tras haber agotado todos sus ahorros con los coyotes, las redes criminales que utilizan para cruzar la frontera desde México. Otros brasileños deportados a bordo del vuelo relataron cómo llevaban años viviendo ilegalmente en Estados Unidos y habían sido descubiertos por simples controles callejeros. “No aconsejo a nadie que viaje ilegalmente a Estados Unidos”, declaró uno de ellos al sitio de noticias G1. “La vida como inmigrante es muy difícil porque tienes que esconderte. Tienes un trabajo, ganas buen dinero, pero tienes que esconderte, no tienes vida. Cuando no trabajas tienes que quedarte en casa, porque si sales puede ser arriesgado. No quiero volver”, dijo.
Texto original de Infobae
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