La casa de Guardia Vieja 392, en el municipio de Providencia, en Santiago de Chile, está parcialmente suspendida en el tiempo. Están los muebles, el jardín, las obras de arte, la salita de Salvador Allende donde recibía o conversaba con su esposa, Hortensia Tencha Bussi. Es una casa pequeña, de dos pisos, que hace medio siglo fue llamada La Moneda chica, cuando estaba rodeada de sitios vacíos y árboles. Ahora es una pequeña isla entre edificios que parece que la van a devorar.
Es el escenario de este diálogo entre la hija del presidente, la senadora socialista Isabel Allende Bussi (78 años, Santiago), y el periodista Ascanio Cavallo. Es la cuarta y última entrega de la serie de conversaciones que Cavallo ha sostenido para EL PAÍS en el marco de los 50 años del golpe de Estado en Chile, que se conmemoran hoy.
Así fue la conversación
Pregunta. Leí tu libro 11 de septiembre. Esa semana, que acaba de publicarse, con mucha sorpresa. Es impresionante, muy emotivo. No es un libro de historia, sino una historia.
Respuesta. No, no es un libro de historia, ni un ensayo, ni una investigación, sino como… sacar…
P. Volver a un momento particularmente duro. Yo no sabía, por ejemplo, que habías pasado ese día prácticamente escondida, sin contacto con nadie. Y pones una frase tremenda: “Esa noche está borrada en mi memoria”…
R. No me acuerdo de todo lo que pasaba. Tantas cosas…
P. Venías llegando de México con tu madre. Y en la noche del domingo 10 vas a cenar a la casa presidencial de calle Tomás Moro.
R. Fui a cenar con mis padres. Yo vivía en [la casa familiar de calle] Guardia Vieja y fui en mi auto. Y es llamativo que mi padre insistió dos veces en que me fuesen a dejar. Me llamó la atención, porque él sabía que yo conducía sola. No le escuché y es una de las cosas que me quedó grabada, porque si le hubiera hecho caso, a lo mejor no habría podido llegar a La Moneda.
P. Quedabas atrapada allá.
R. Mi padre nos había pedido, a mi madre y a mí, que fuéramos a hacer un acto de solidaridad simbólico a México, por el terremoto que habían sufrido. Habíamos estado una semana en Guanajuato, en Irapuato, en fin. Y regresamos el nueve en la tarde. Mi padre nos va a buscar al aeropuerto. El 10 yo ceno con ellos en Tomás Moro y el 11 viene el golpe. El 15 salimos de nuevo a México y aterrizamos el 16 a las tres de la tarde. Esa es la semana entre el 9 y el 16.
P. Qué semana. Llegas de un país y no imaginas que vas a volver unos días después, exiliada. Semana inmensa.
R. Tremenda. Eso sí es cierto.
P. La cena es bien crucial, porque se discute la posibilidad de que ocurra un golpe de Estado en los siguientes días. No el 11, pero esa semana.
R. Efectivamente, llaman para avisar que hay un movimiento extraño desde Los Andes, que les parece llamativo y vuelven a llamar con la misma información. El Perro [el periodista Augusto Olivares] se levanta dos o tres veces. Estaba inquieto. Pero yo me retiro temprano. Estaba cansada desde México, no había dormido bien. Los demás iban a quedarse, claramente, a conversar sobre un eventual referendo que mi padre iba a convocar el martes.
P. El martes 11, en la Universidad Técnica del Estado (UTE). Ese referendo se ha convertido en un misterio como la Santa Trinidad.
R. No hay duda de que iba a referirse a las tres áreas. Era un tema que a la Democracia Cristiana (DC) le importaba muchísimo…
P. Yo creo que se había vencido el plazo, Isabel.
R. Creo que igual se iba a referir a eso. Pero, ¿sabes?, nadie lo sabe a ciencia cierta, ni el propio [Joan] Garcés, que era muy bueno para tomar notas.
P. El ministro del Interior, Carlos Briones, tampoco. Muchos años después, hablé con él y no logré precisión mayor. Pero tú introduces una frase, que para mí es completamente novedosa: “Acortar el mandato”.
R. La verdad es que en ese momento no se tocó. ¿Por qué lo dije? Porque hay una versión, que es una carta que la Paya le dirige a Tati [hermana de Isabel, hija de Allende]. Ella ya estaba en un lugar seguro y hace como un recuento. Cuenta lo que pasó con su hijo, al que detienen en la Intendencia de Santiago, en fin. Y hace una cierta relación de lo que habrían sido las respuestas del PC y PS a la propuesta del presidente. Y allí hay una posibilidad, de ellos, para recortar el mandato.
P. Podría haber sido ser un referendo sobre eso.
R. Podría haber sido. No lo sé a ciencia cierta. Esa es la verdad.
P. Nadie lo sabe.
R. Nadie. Qué bueno que lo dices, porque tú sí has investigado…
P. Es que no se encuentra ni un solo documento. ¿Tú ya militabas en el Partido Socialista?
R. Yo ingresé a la Brigada Universitaria Socialista cuando entré a Sociología, a los 17 años.
P. O sea que llevabas unos 10 años en el partido.
R. Pero no era de primera línea, ni mucho menos. En 1973, cuando ya había egresado, empecé a militar en el Núcleo Socialista, donde estaban Clodomiro Almeyda y varios connotados…
P. ¿Cuál era tu opinión en esa época acerca de lo que el partido hacía en relación con tu padre?
R. Mi militancia era, como te digo, muy de segundo nivel. Pero creo que sentía la tensión que había y que [el secretario general del PS] Carlos Altamirano era como el fiel de la balanza entre aquellos que estaban por “avanzar sin transar” y los que decían “consolidar lo que tenemos”. Eso era notorio.
P. ¿Ves a Altamirano en esa posición? ¿Al centro?
R. Un poco en el fiel de la balanza, aunque su corazoncito a veces se inclinaba más por “avanzar sin transar”. Creo que él tuvo un papel bien difícil. Y yo, a diferencia de mucha gente, lo pongo ahí. Creo que a Altamirano le dolió, porque se dio cuenta de que sus palabras sirvieron para encender más una hoguera. Pero de ahí a hacerlo responsable del golpe, como algunos han hecho…
P. ¿Te parece que sería un exceso?
R. Sí. A diferencia de otra gente, yo le tenía mucho cariño a Carlos. En los 15 años que pasamos con Tencha [su madre] yendo de un punto a otro, India, Japón, Europa, lo que fuera, denunciando a la dictadura, pasaba bastante por París y siempre me veía con Carlos. Y como le gustaba mucho caminar, salíamos, con una muy buena relación personal, porque además lo vi tantas veces aquí. Mi padre lo quería mucho. Tenían diferencias, pero se querían mucho. Carlos venía mucho a esta casa. El atentado del que habla John Dinges en su último libro iba a ser en París…
P. Él vivió con algún grado de culpa.
R. La verdad es que nunca profundizamos mucho. Salíamos, hablábamos un poco de todo, tratábamos de caminar como dos seres humanos, con cariño. Para mí era como un respiro. Pero creo que en su fuero interno, bueno, la que lo retrata bien es Patricia Politzer en su libro sobre él. Está un poco defendido, pero termina reconociendo que las cosas no fueron…
P. En tu libro, tú te fijas en una cosa que creo que nadie más se había fijado, que es el final del discurso del Estadio Chile [de Altamirano], el día 9, con una frase tremenda.
R. Termina con una frase tremenda. Todos se quedaron con lo de Vietnam.
P. Todos nos quedamos con Vietnam, claro. No vimos esta parte que tú citas: “El compañero Allende no traicionará, dará su vida si es necesario en defensa de este proceso”. Y luego agregas: “Estas palabras acompañarían a Altamirano a lo largo de su vida, puesto que ayudaron a precipitar todavía más los acontecimientos trágicos posteriores”. Qué difícil. No entiendo…
R. ¿No entiendes mis palabras?¿No entiendes a Carlos?
P. No entiendo nada. Me cuesta mucho entender qué está pensando Carlos Altamirano cuando ofrece la vida de otro por la revolución. Y segundo, ¿cuál es tu juicio? Dices “acompañaría” a Altamirano…
R. Yo creo que había en el fondo de Carlos una clara sensación de la responsabilidad que le tocó a él y de la conducta del Partido Socialista. No sólo por las contradicciones, que es algo que afecta mucho a un Gobierno, hacia afuera y adentro de su coalición.
P. Sobre todo al presidente.
R. Claro, eso es por un lado. Pero, más allá, creo que también se sentía responsable de que, habiendo la posibilidad de un golpe, se supusiera que iba a haber mejores condiciones para que no fuera tan vertical, con la totalidad de las Fuerzas Armadas. O sea, que siempre iba a haber una parte que iba a apoyar al Gobierno. Y entonces, ¿cuál iba a ser la preparación del Partido Socialista? Creo que ahí también Carlos pasó momentos muy difíciles. Finalmente, fue con la ayuda de Alemania Democrática que logra salir de Chile. Entonces, creo que también tenía conciencia que no sólo había fallado durante el Gobierno, sino que en la hora de los qui’ubo tampoco tenía muchas posibilidades. Mi padre no incitó a que la gente saliera a la calle irresponsablemente. Su preocupación, tal como la tuvo en La Moneda, donde nos pidió a todos los que éramos civiles, o mujeres sin entrenamiento, que saliéramos, porque no quería muertes inútiles, era igual respecto del país. Lo último que quería era ver a los obreros desarmados enfrentándose a un Ejército.
P. Años después, Altamirano hizo otro libro con el historiador Gabriel Salazar, donde dice que él cree que había un instinto de muerte en Salvador Allende.
R. No sé lo que quiere decir. Yo tengo claro, y siempre lo sentí así, que mi padre no iba salir al exilio. Por eso llega a las 7.30 a La Moneda esa mañana. Teníamos esa claridad: mi padre iba a quedarse hasta el final, hasta donde fuera posible.
P. En el peor de los casos, podría haber salido preso.
R. Pero no. Por suerte tuvo esa capacidad de darse cuenta y, al final, hacer que todos vayan bajando: los médicos, los asesores, los amigos. Se va despidiendo uno por uno: “Yo soy el último”. Y ahí se dispara. Y nunca, nunca va a haber un reproche mío sobre esto, porque me parece que la dignidad, el coraje de un presidente que nos muestra que ese es el lugar, lo va a acompañar para siempre.
P. O sea, tú, tu madre, quizá tus otras hermanas, ¿sabían que podía pasar de la manera en que pasó?
R. Claro. No teníamos la certeza, por supuesto. Nunca hubiera imaginado que iban a bombardear La Moneda. Nadie, ni mi propio padre. Y menos bombardear Tomás Moro [la casa del presidente]. De hecho, temprano le había dicho a mi madre: “Llama a las niñitas”, porque era un lugar seguro. El bombardeo demostró la brutalidad, y al mismo tiempo, la verticalidad de las tres ramas de las Fuerzas Armadas.
P. La Moneda es un edificio que de todas maneras iba a caer.
R. Esa es la intención que tenían. Probablemente pensaban que en algún momento mi padre iba a decir “ya, avión y me voy”. Les habría molestado mucho un Salvador Allende afuera, aunque yo no me imagino a mi padre así. Ellos querían tomarse La Moneda. Nadie de nosotros podía imaginar que la iban a bombardear.
P. Pero, ¿ustedes pensaban que si se llegaba a una situación muy sin salida, él se iba a suicidar?
R. No sé si lo teníamos claro. Pero era una posibilidad. Además que, con cierta ingenuidad, o cierta necesidad de creer, no pensé que su último abrazo silencioso era la última vez que lo iba a ver. No, yo llegué con la idea de que a lo mejor era posible revertir esto, como el tancazo del 29 de junio.
P. Pero luego entiendes lo que puede ocurrir. Quizás no lo tienes en el frente de tus pensamientos, pero sí atrás, ¿no?
R. Cuando me despido, que fue una despedida como muy silenciosa, un abrazo sin muchas palabras, no pensé que no iba a volver a verlo. No sé si es un bloqueo, no sé qué sucede. Tampoco había mucho tiempo de pensar, porque nos estaba exigiendo que saliéramos de La Moneda, ya venía el bombardeo. No queríamos irnos, porque cuando estás allí la solidaridad es muy fuerte. Yo tenía dos hijos pequeños, pero no quería irme.
P. Tu hermana Beatriz, Tati, tampoco.
R. No, de ninguna manera. Ya sólo cuando Tati se da cuenta de que lo estábamos angustiando, dice: “No, ya, hay que irnos”. Porque le estábamos poniendo una angustia adicional. Estaba muy sereno y muy firme. Pocas veces he visto una persona con esa doble conducta: serenidad y firmeza.
P. ¿Por qué Tati se extraña de verte llegar?¿Tú no ibas nunca?
R. Yo iba casi todos los días a La Moneda a almorzar, porque trabajaba cerca, en la Biblioteca del Congreso. Pero no trabajaba con mi padre, como ella. Temprano, mi padre le dice a Tencha [Hortensia Bussi de Allende]: “Llama a las niñitas”. Y la idea era que nos juntáramos en Tomás Moro. Él pensaba que podíamos estar allá.
P. Por eso les extraña tu llegada.
R. Claro. La diferencia es que Tati estaba ahí en el día a día. Cuando subo las escaleras de Morandé 80, que llegaban directamente al despacho privado, me encuentro con [Eduardo] Coco Paredes, que estaba con una metralleta en la mano. Me queda mirando y dice: “¿Qué haces aquí? Esto es a finish”. Es la primera vez que me lo dicen. Después aparece Tati y me pregunta lo mismo. Creo que ella estaba más consciente. Pero hasta ese momento ninguno tenía en su cabeza que iban a bombardear. Era un combate desigual, se iban a tomar La Moneda, pero no con bombardeo.
P. Otra cosa es la casa, ¿no?
R. Esa parte es tremenda. Es otra cosa. Creo que es algo que mi padre jamás se hubiera imaginado.
P. Pero hay un detalle. Tú revelas una carta de tu madre a Tati, en la que dice que en Tomás Moro se generó un caos y “nadie obedecía”. Y luego agrega: “Hubo precipitación e indisciplina de la escolta y respondieron lo que consideraron un ataque”.
R. Claro, los guardias que se quedan ahí, una docena, son atacados por Carabineros y ellos defienden. Hay un helicóptero dando vueltas y actúan inmediatamente. Si eso motivó el bombardeo, francamente, es bien dudoso.
P. Lo único que da cierto pie para pensar eso, aunque tampoco es una evidencia, es que se equivocan y le dan con un cohete al hospital de la Fuerza Aérea. Quiere decir que no la tenían muy calibrada.
R. No la tenían tan calibrada como La Moneda. Hay que reconocer que no se equivocaron: en pleno centro de Santiago y no erraron. Aquí sí. Ellos responden. Eso es cierto. Mi madre se pone primero debajo de una mesa, hasta que el chofer la saca casi a la fuerza y la sube a un auto, en la parte de atrás, para salir por el colegio de las Monjas Inglesas.
P. De todas ustedes, la que corría más peligro era Tati, ¿no?
R. Sí, claro. Era la más conocida. Estaba casada con un diplomático cubano. Y estaba embarazada de siete meses. Cuando salimos de La Moneda, éramos seis mujeres. El Chicho [Allende] cree que nos espera un jeep, pero no había nada. Ahí se produce un cruce, que nunca entendí, y de pronto desaparecieron las periodistas Verónica Ahumada y Cecilia Tormo. Quedamos cuatro…
P. Espera. Antes hay un segundo muy dramático: ustedes salen y se cierra la puerta ¿no? No pueden volver.
R. Danilo Bartulín nos cierra la puerta, y por la mirilla nos pasa una llave y dice: “Mi auto está allí”. Se niega a abrirnos. Entonces nos dirigimos hacia la Intendencia.
P. Esa negativa interpreta los deseos de tu padre.
R. Sí, claro. Nos estaba cuidando. Pero piensa tú que iba Tati, la más conocida, con siete meses de embarazo; Frida Modak, que salía casi todos los días en la televisión (de hecho, después fue una de las primeras llamadas en los bandos militares); Nancy Jullien, cubana, que era la esposa de Jaime Barrios, presidente del Banco Central, que estuvo con mi padre y hasta hoy está desaparecido. Yo era la menos peligrosa, por decirlo de alguna manera. Tratamos de llegar a la Intendencia, pero alguien nos dice: “Tienen que irse de aquí inmediatamente, porque van a bombardear”. Entonces nos vamos, sin plan, sin destino, en el desconcierto total, por calle Moneda, instintivamente alejándonos de La Moneda. Ahí nos encontramos con el Hotel Albión. Rentamos dos piezas.
El señor de la recepción nos miró raro, pero nunca nos pidió carnet ni nada. Había una radio en la recepción y allí escuchamos el bando que dice que se han visto obligados a atacar a Tomás Moro. Eso sí que fue tremendo: se me caían las lágrimas, sorprendida, espantada. El tipo nos miró raro y nosotros dijimos: “Nos vamos”.
P. Muy peligroso. Había balazos en el centro de Santiago.
R. Sí, pero los tiros no eran contra nosotras. Debe haber habido algunos francotiradores en los techos, pocos, uno que otro tiro, pero no hacia nosotras. Hasta que llegamos al cerro Santa Lucía y pasó algo increíble: vemos un auto grande, un Impala, al que le hacemos señas, ¡y para! Muy raro: un señor con una mujer al lado. Y cabemos las cuatro mujeres atrás. No nos pregunta nada. Llegamos hasta la Plaza Italia y ahí fue muy fuerte, hicieron parar al auto. Es la primera vez que yo veo militares apuntando, gente detenida, un camión con prisioneros. Tati finge contracciones y el soldado le dice al superior: “Mi teniente, aquí hay una mujer embarazada…”. El otro pregunta: “¿Están los documentos al día?”. “Sí”. “Que sigan”. Y seguimos. El conductor y su acompañante seguían sin decir nada. No sé si están vivos, pero me gustaría que supieran la gratitud que les tenemos. Nunca preguntaron nada. Y nosotras no sabíamos a dónde íbamos ni qué íbamos a hacer.
P. Ya no podrían ir a la casa de Tomás Moro. ¿Y a esta casa, de Guardia Vieja?
R. No, Guardia Vieja era la casa más conocida, supusimos que estaría rodeada o tomada por militares. No sé qué me pasó, pero de pronto les pido que paren, para bajarnos. Una cosa muy rara, porque yo era la menor, pero todas me obedecieron. La directora adjunta de mi oficina me había contado una vez que vivía en esas calles, en una casita blanca, al lado de otra donde vivía su mamá. Dos casitas blancas juntas. Pero yo no había estado nunca, no las había visto, no tenía el número, no sabía nada. Y de pronto veo dos casas blancas, toco el timbre y sale Alicia Rojas. Me podría haber equivocado, podría haber salido quién sabe quién. Pero salió Alicia, que nos recibió inmediatamente. Nos quedamos ahí y en la tarde empezamos a tener las primeras noticias. Más tarde llama -no sé cómo consiguió el teléfono- Danilo Bartulín y nos dice que La Moneda terminó y que “el doctor murió”. No da detalles. Entonces empieza esa noche que tengo confusa. Fue muy terrible.
Tati, Frida y yo éramos más contenidas; Nancy, quizás por venir de otra cultura, lloraba y lloraba en voz alta y hablaba sola. Nadie pegó un ojo.
P. Una pesadilla.
R. Imagínate. Al otro día, nos iban a autorizar para que acompañáramos a mi madre al entierro obligado, en Viña del Mar, en la tumba de los Grove. Luis Fernández aparece en un jeep militar, para retirar a Tati, porque ya se había ordenado la expulsión de los cubanos después de un incidente a balazos en la embajada. Cuando se va, Tati me dice que llame al embajador de México, Gonzalo Martínez Corbalá, que en ese momento se me había borrado. Y fue maravilloso, porque inmediatamente me contesta: “Isabel, ¿dónde estás?”.
Le doy la dirección y al poco rato aparece en un auto gigante, diplomático, negro, con banderas. Lo hizo con su qué, porque traía un papel que decía “Autorizado a retirar a Isabel Allende e hijos menores”. Pero yo estaba con Frida y Nancy. Gonzalo no dudó y nos llevó a la embajada. Nos deben haber parado unas seis o siete veces en el camino. Gonzalo bajaba la ventana con gran tranquilidad: “Soy el embajador de México, estoy autorizado a circular”. Nadie lo leía. En la embajada dejamos a Nancy y a Frida y decidimos ir a buscar a Tencha, que estaba en la casa de Felipe Herrera, a la que se le ocurrió ir tras salir de Tomás Moro.
P. ¿Nunca habían discutido eso?
R. Jamás.
P. ¿No tenían un plan de salida, puntos donde juntarse?
R. Nada de nada. Nadie imaginaba a mi madre saliendo entre bombas. ¿Viste cómo quedó Tomás Moro? Un caos, el techo, todo en el suelo.
P. Me llama la atención, porque al menos Luis Fernández tenía experiencia en seguridad.
R. Pero nunca nos imaginamos un plan de ese tipo.
P. Bueno, tampoco los militares parecen haber pensado mucho en ustedes.
R. Estaban más preocupados de mi padre, dominar La Moneda. Así que nosotras pasamos a ser, afortunadamente, algo más secundario. Lo único en que insistían era que abandonara el país en un avión y que se llevara a la familia. Y después ya verían. Seguramente lo dejaban caer, no lo sabemos. ¿O era fanfarronería? No lo sé. Conociendo lo criminales que fueron, todo es posible.
P. Esto era de primera línea.
R. Si hubieran tenido más ojos, se habrían dado cuenta. Imagínate, Frida Modak era un rostro que salía todos los días haciendo comentarios. Y con la verdadera xenofobia que se había desatado, Nancy Jullien pasaba a ser una cubana que no debía estar ahí.
P. A propósito de Cuba: si ustedes sabían lo que había ocurrido, si no tenían dudas, ¿por qué dejaron que después, Fidel Castro sobre todo, echara a correr la versión de que Allende había sido asesinado?
P. Ahí pasan varias cosas distintas. Nosotras, en nuestro fuero interno, y aunque Danilo no dijo nada, lo supimos. Pero al otro día entra a la embajada el médico Oscar Soto. Él nos dice con claridad que ha sido un suicidio y yo le creo absolutamente en ese momento. Sin embargo, después viene este otro cuento, ese supuesto GAP [Grupo de Amigos Personales, guardia del presidente] que salió y estuvo hasta el final, y hace todo un cuento, una fantasía. Como a mi madre nunca le dejaron ver el cajón, tuvo dudas. Estaban enterrando a Salvador Allende, pero al mismo tiempo nunca lo vio. No entiende muy bien por qué. Pero el edecán aéreo, Roberto Sánchez, que se portó maravillosamente, lo explicó muy bien. Empezaron las versiones contradictorias. Le creímos a esa gente, lo que dijo Fidel. Yo misma tuve dudas durante un periodo, aunque en el fondo sabía.
P. El problema es que ponían en duda el testimonio de personas confiables.
R. Con el tiempo, un día vino el doctor Patricio Guijón. Yo había regresado del exilio, era la primera vez que nos encontrábamos y tuve la posibilidad de decirle: “Patricio, lo siento, porque hubo un momento en que dudé. Me pareció raro esto de que todos iban bajando y tú te devuelves, el único que se devuelve”.
P. Es raro, en verdad. Se devuelve por un motivo ridículo.
R. A buscar la máscara de gas, porque quiere dejársela de recuerdo a su hijo. Le dije: “Y justo te toca ver la muerte de mi padre, es como difícil”.
P. Con esas dudas, el doctor Guijón lo pasó bastante mal.
R. No con nosotras, pero lo pasó mal. Entonces fue bonito hablarlo, estar con él. Después, ya en democracia, vino la exhumación ordenada por los tribunales, con los mejores expertos del mundo, y ahí ya no queda ninguna duda.
P. Y ahora que ha pasado medio siglo, ¿cómo definirías la muerte de tu padre: una protesta, una salida desesperada, un reclamo contra los tiempos que le tocó vivir?
R. Fue una lección, como él dice, contra la traición y la felonía. Creo que es exactamente eso. Es la dignidad de un Presidente que no acepta rendirse, que no quiere ser humillado, que no va a aceptar que lo tomen preso o salir al exilio. Por lo tanto, se queda. En las últimas palabras lo dice con toda claridad. Incluso lo que va a seguir.
P. Ese es un mensaje a sus adversarios, a quienes lo están llevando a este momento. Pero no es exactamente una venganza.
R. Es una lección moral, dicha con “el metal tranquilo de mi voz”. Creo que han sido de las palabras más escuchadas en el mundo, que provocan más impacto. Cuando uno se imagina a una persona en ese contexto, están avisando que van a bombardear y está todo el ataque de los tanques, cuando se da cuenta de que están las tres ramas de las Fuerzas Armadas unidas, y que por lo tanto es un golpe vertical total, y tiene la serenidad y la preocupación de que nos vayamos los que no tienen armas, los que no saben usarlas, en fin. Y además, cómo se va despidiendo de la mujer, de su pueblo y de su lealtad y va a pagar con su vida esa lealtad, es poético y nos da también una salida muy importante: ese otro momento en que se superará este momento amargo…
P. No llama a salir a la calle, pero llama a confiar en el futuro.
R. Exactamente.
P. ¿Tú piensas que ese discurso estaba más o menos ideado? Era un gran orador, pero esto es otra cosa.
R. Era muy buen orador. Le gustaba mucho improvisar. No era bueno leyendo, así que le gustaba improvisar. Trabajaba mucho con Pepe Tohá, con el Perro Olivares, pero después dejaba a un lado sus textos y hablaba. Es probable que algo de eso lo tuviese en la cabeza, pero era bueno para improvisar. Claro que, en esas condiciones, hacer un discurso así…
P. Usa términos muy singulares. Más que estructura, hay una selección de términos. Y sabe que esa es la última vez.
R. Habla como cuatro veces, eso está claro. En esta última ya lo tiene claro: “El metal tranquilo de mi voz no será acallado”. Y tiene claro que su recuerdo va a seguir ahí, en su pueblo y en su gente. Y eso es muy bonito, porque ha sido así. Créeme que eso ayuda en la vida.
P. Tu volviste a Chile y te metiste en la política, de la que habías estado lejos.
R. Lo había estado, sí, pero en esos 15 años de exilio había estado muy en primera línea en la denuncia. Y cuando volví, bueno, era obvio que iba a volcarme a la actividad política, volver a mi condición militante. El partido se había dividido y me marginé porque no pensaba estar en la disputa de las dos grandes corrientes de ese momento, porque mi rol de solidaridad afuera tenía que estar por encima. Al volver retomé mi papel militante y creo que el mejor lugar fue el Parlamento, al que llegué, no en el primer período, sino en el segundo, desde 1994. Fui elegida cuatro veces diputada y dos veces de senadora. Ya llegó la hora de retirarse.
P. ¿Te has sentido como la portadora del apellido? En el PS llamarse Allende tiene otro peso, uno que no tuvo antes.
R. Bueno, lógicamente siempre te observan. Puedes decir lo que digas, pero siempre eres la hija de Salvador Allende. Es inevitable. Hay una suerte de responsabilidad de llevarlo. Déjame contarte algo: creo que México me salvó. Viajábamos y viajábamos, pero cuando volvía a México era un ser absolutamente normal, nadie me conocía, nadie me atajaba en la calle, nadie me molestaba, podía ir a un supermercado y nadie sabía quién era. Eso fue lo que no le pasó a Tati: tú no puedes ser símbolo los 365 días del año. Y en Cuba ella lo era.
P. ¿Y qué le pasó, se deprimió? [se quitó la vida en 1977]
R. Claro, porque la gente que llegaba a Cuba y que había sido torturada, violentada, encarcelada, llegaba y le contaba todo y empezaban a hacer el Libro negro de la dictadura, con estos testimonios. Entonces fue muy fuerte. Cuba recibía muchas visitas de jefes de Estado, y Tati tenía que estar ahí. Una vida muy distinta de la que nosotras llevábamos en México. Incluso hubo momentos en que yo decidí parar y hacer una maestría en Flacso. Me hizo muy bien, me dediqué durante dos años a ser estudiante.
P. Tati no pudo hacer nada de eso.
R. Siempre le dolió terriblemente haber dejado La Moneda. Pero estaba embarazada de siete meses. Alejandro nació en Cuba, el 3 de noviembre. Y luego tenía que recibir todos los relatos de las torturas más atroces, de los sobrevivientes. Yo creo que eso la fue consumiendo, y no nos dimos cuenta. En algún momento nos dijo que se veía en un túnel sin salida, porque había dejado la medicina hacía muchos años. Volver a ella implicaba estudiar por lo menos un par de años. Estaba atrapada, porque ya no era médico.
P. ¿Cuándo la viste por última vez?
R. Como a fines de septiembre de 1977, yo tenía que acompañar a Tencha a un viaje en el que íbamos a llegar hasta Moscú, porque le habían dado un premio Lenin. No sé por qué, no viajamos juntas y yo pedí pasar por La Habana. No la vi bien, pero tampoco medí la profundidad del problema. Estuvimos juntas muy poco, unas pocas horas de una tarde, porque al otro día yo seguía el viaje. De sus cartas nos habíamos dado cuenta de que estaba empezando a plantearse qué hacer, como cansada de este papel agobiante. Ella se mata el 11 de octubre. Con Tencha viajamos desde Moscú a París y allá nos pilló la noticia.
P. ¿Por qué nunca se fue de Cuba, por ejemplo a México, donde habría estado con ustedes?
R. Estaba atrapada en el buen y el mal sentido. Tenía amistades, gente que la quería mucho, y la familia. Su marido era cubano, después se separaron, pero sus dos hijos habían nacido allá. Su mundo de alguna manera ya lo había hecho en Cuba.
P. Después se suicidó también tu tía Laura. Este caso lo explicas como un acto de protesta, porque no la dejaron volver a Chile.
R. Tenía un cáncer muy avanzado y pidió volver a morir a Chile. No la dejaron. Entonces para mí está clarísimo. Es la misma Laura que el 11 trató de llegar a Tomás Moro y no pudo. Mi padre adoraba a su hermana más pequeña. Bueno, pero al menos ella logró acompañar a Tencha en ese helicóptero donde las llevaron al entierro del Chicho. Después nosotros la vimos en Cuba, en México. ¿Te das cuenta lo miserables que fueron? Lo único que quería Laura era llegar a Chile y morir.
P. A morir, también…
Texto original publicado en El País
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