El helicóptero sobrevuela las aguas del Pacífico Oriental. Escudriña con lupa la superficie azul del océano, tras la pista de una mancha negra en movimiento que desvele la posición de un banco de atunes. El operativo sigue la misma hoja de ruta de los últimos dos meses: la aeronave encuentra el pescado, alerta a la tripulación del María Delia y el barco pone rumbo al lugar. El 12 de julio, sin embargo, ocurre algo inusual. Desde el aire, los pilotos avistan un pequeño catamarán blanco, con mástil, pero sin velas. En la cubierta hay movimiento. Una perra y un hombre que mira hacia el cielo, se tapa la cara deslumbrado por el sol, hace señas de socorro.
De inmediato, los pilotos del helicóptero se ponen en contacto con el María Delia. El barco se apresura en llegar. Un bote cargado de marineros se acerca al catamarán. Rodea el navío varias veces para asegurarse de que no es peligroso. El hombre y la perra se acercan a un costado. Él lleva un chaleco marrón y una camisa que en algún momento fue blanca. En la cabeza, un sombrero encima de una gorra.
—¿Hablas inglés?
—Sí, señor, muchas gracias—, dice el hombre mientras se lleva las manos al pecho.
—¿Estás bien?
—Gracias—, repite.
—Tenemos que saber si tiene drogas o armas a bordo.
—No, no tengo drogas ni armas.
—¿Seguro?
—Sí, estoy seguro, podéis revisar cualquier cosa […] He estado pescando aquí, sobreviviendo.
La última vez que Tim Shaddock (54 años, Sídney, Australia) ve tierra es una noche con luna llena en el mar de Cortés. Zarpó a bordo de su pequeño catamarán blanco, el Aloha Toa, hace ya 90 días, desde el puerto de La Paz, en Baja California Sur, en el occidente de México. Su única compañía es Bella, una perra que adoptó tiempo atrás en ese mismo país. Los marineros del María Delia son el primer signo de vida humana que la extraña pareja ha visto en tres meses.
Shaddock está aturdido, confuso. Aún no tiene muy claro lo que está ocurriendo, pero no puede dejar de dar las gracias. “[Estaba] incrédulo con nuestra presencia, siento que se sentía perdido: volteaba, nos veía, su reacción no fue ni de emoción”, narra a este diario uno de los marineros que participaron en el rescate, Orlando Zepeda.
La tripulación sube a Shaddock al bote salvavidas después de registrar su navío y comprobar que no esconde armas ni drogas. El náufrago está paralizado, todavía no procesa lo que está ocurriendo. Se encuentra a 1.200 millas (casi 2.000 kilómetros) de las costas mexicanas, en aguas internacionales. Los últimos tres meses Bella y él han sobrevivido comiendo pescado crudo que caza con un arpón, patos que atrapa cuando se posan en la cubierta del catamarán y agua que recoge cuando llueve, les confiesa a los marineros. El único refugio del Aloha Toa es una pequeña cabina, una suerte de porche que da un poco de sombra.
Cuando por fin se encuentra sano y salvo a bordo del María Delia, rompe en llanto. Allí le practican los primeros auxilios. Está deshidratado, desnutrido, con signos de insolación. Tiene una barba blanca desaliñada de varios meses, de esas que solo pueden verse en los náufragos de las viejas películas de piratas o en hippies algo trasnochados. “Se le tomó la presión y el señor estaba bien. Solamente estaba careciendo de alimentos porque ya llevaba mucho tiempo allá, poco a poco se fue recuperando”, sintetiza Zepeda.
Shaddock es un marinero experimentado. Con el Aloha Toa ya ha navegado otras aguas (“el bote es mi vida, mi tierra”). Esta vez buscaba llegar a la Polinesia Francesa, una travesía larga, más de 6.000 kilómetros a través de mar abierto desde el puerto de origen. Pero una tormenta se puso en su camino. Primero, le arrancó la vela. Después, el motor dejó de funcionar. “Dos casualidades nefastas”, resume Antonio Suárez, presidente de Grupomar, la empresa propietaria del atunero María Delia. “[Shaddock] estaba extraño, muy asustado, en una depresión”, añade.
A pesar de su delgadez, su desorientación y mal aspecto, el australiano se encuentra bien. Los exámenes médicos son favorables, parece que no hay nada de lo que preocuparse. “Vi al capitán y al barco pesquero. Solo puedo estar agradecido. Estoy vivo, y realmente pensé que no lo iba a estar”, dice Shaddock el día que el María Delía atraca en el puerto de Manzanillo, Colima, ante la prensa local —y parte de la internacional, desplazada al lugar para cubrir su llegada—.
—Me siento bien, mejor que como estaba. El océano Pacífico es un poco grande […] Pensé que no lo lograría [salir con vida], especialmente después del huracán. Hubo muchos días buenos y muchos días malos. Intenté encontrar la felicidad dentro de mí mismo. Lo más duro es la fatiga. [En un naufragio] siempre estás arreglando algo. Yo intentaba encontrar la felicidad dentro de mí. Y la descubrí solo, en el mar.
Shaddock es un tipo particular. “Un hombre bohemio, al que le gusta la naturaleza”, lo define Suárez. El australiano fue atleta de joven y empleado de la empresa tecnológica multinacional IBM. En los años noventa, fue diagnosticado con cáncer. Comenzó a tratarse con remedios médicos convencionales, pero más tarde decidió apostar por los métodos más naturales, en sus propias palabras. “Muchos se sorprenden de mis pasiones aparentemente opuestas por la tecnología: la naturaleza y la curación natural. En realidad, todo se trata de tecnología para mí, es solo que la naturaleza tiene una tecnología profunda incorporada cuando sabes cómo aplicarla”, comentaba en entrevista con la revista The Raw Food Kitchen, en 2013.
Los viajes como el que trata de hacer a la Polinesia Francesa son habituales en su vida, aunque no hay constancia de que sufriera con anterioridad ningún accidente similar. Su naufragio es “un caso muy excepcional y muy extraño”, explica Suárez. Sin embargo, no es la primera vez que uno de los barcos del empresario encuentra otras embarcaciones a la deriva. “Los años que llevo en la pesca del atún hemos tenido cuatro o cinco casos de encontrarnos con gente con un motor estropeado, un pequeño yate con una familia…”, se explaya. Una vez, uno de sus atuneros se topó con un misil flotando en medio del océano. “Eso sí era complicado”, bromea.
Prestar ayuda a los buques a la deriva en alta mar es una obligación recogida en el Convenio Internacional sobre Búsqueda y Salvamento Marítimos de las Naciones Unidas. “Con la pesca del atún recorres muchas millas, aguas internacionales, y estamos conscientes de que estamos expuestos a toparnos con embarcaciones solas. Uno como ser humano siempre se acerca a embarcaciones que ves así para poder rescatar a personas que pueden estar como náufragos, es normal”, añade Zepeda.
—Entonces, ¿por qué creen que este naufragio se ha hecho tan famoso?
—Por la modernidad.
El María Delia, con Shaddock a bordo, atraca en el puerto de Manzanillo el martes 18 de julio. Los marineros llevan dos meses en alta mar. El australiano, unos 90 días. Puede que él todavía no lo sepa, pero en ese tiempo su historia ha dado la vuelta al mundo y los principales periódicos internacionales se pelean por conseguir una entrevista. Suárez, que ha seguido el rescate atentamente, con el mismo interés que los grandes medios, corre a conocer al famoso náufrago: “Llegué por la mañana, fui al barco y conocí a Timothy. Me abrazó. Estaba preocupado porque no tenía dinero y preguntaba cuánto iba a costar salvarlo. ‘Pues nada, te estamos salvando gratis’”.
En ese momento, Suárez todavía encuentra a Shaddock “un poco incoherente en sus cosas, no digo que esté mal de la cabeza, yo lo achaco al miedo, a la angustia…”. A la felicidad de la llegada se le suma la complicación de los trámites burocráticos. Grupomar contacta unos días antes con las autoridades, para comenzar los protocolos. El Gobierno australiano, consultado por este periódico, asegura que está prestando asistencia consular, aunque afirman que por las “obligaciones de privacidad” no puede hacer más comentarios sobre el tema. La Carta de Servicios Consulares, con la que el país ayuda a sus ciudadanos en el extranjero, recoge algunas facilidades como el enlace con las autoridades locales, hospitales y la comunicación con familiares.
Los marineros del María Delia, por su parte, celebran el rescate. Suárez invita a toda la tripulación a comer y siguen de cerca las novedades sobre Shaddock. Los análisis médicos en tierra confirman que está bien. No es el único motivo para festejar: debajo del catamarán del australiano encontraron un enorme banco de atunes. Cuando la operación de salvamento concluyó, comenzó la pesca.
Texto original publicado en El País
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