Con las elecciones próximas el 20 de agosto, según el Consejo Nacional Electoral del país, es importante reflexionar sobre cómo nuestras emociones pueden influir en nuestras decisiones políticas.
Las elecciones no se tratan solo de elegir a nuestros representantes políticos, sino también de tomar decisiones que afectarán el rumbo de nuestro país. Sin embargo, es crucial reconocer que nuestras emociones pueden influir en la forma en que votamos y en las decisiones que tomamos en las urnas.
En este post, exploraremos cómo nuestras emociones pueden afectar nuestras percepciones políticas, cómo pueden ser manipuladas por estrategias de campaña y cómo podemos tomar decisiones electorales basadas en una evaluación objetiva de las propuestas y plataformas de los candidatos.
Es esencial reflexionar sobre cómo nuestras emociones pueden desempeñar un papel importante en nuestras decisiones electorales y cómo podemos cultivar un voto consciente y fundamentado en lugar de dejarnos llevar por impulsos emocionales.
En teoría, en un sistema democrático representativo, los ciudadanos analizan racionalmente las distintas opciones antes de depositar su voto. Sin embargo, en la práctica el comportamiento electoral está influenciado por numerosas variables, algunas de ellas muy subjetivas, como las emociones, especialmente en contiendas electorales con un alto índice de volatilidad.
Sabemos perfectamente que los políticos suelen apelar a nuestros sentimientos a la hora de reclamar el voto, pero, ¿hasta qué punto estas emociones acaban siendo determinantes a la hora de depositar la papeleta en la urna? ¿Significa esto que cuando votamos no tomamos en realidad una decisión racional? Difícil saberlo, habida cuenta de que, en última instancia, las emociones son reacciones psicológicas meramente subjetivas y muy difíciles de cuantificar.
Aunque ello no significa que no puedan medirse. Según explica a National Geographic el politólogo experto en comportamiento electoral Paolo Cossarini, investigador del programa María Zambrano de la Universidad de Valencia, actualmente no hay consenso científico a la hora de definir las emociones y diferenciarlas de otros sentimientos similares, como pasiones, estados de ánimo o fenómenos cognitivos. Además, en los últimos años, diversas disciplinas científicas, como las neurociencias, han demostrado que las dos dimensiones de las emociones (la cognitiva y conductual y la sensorial-emocional) se solapan y se influyen recíprocamente, hasta tal punto que es difícil diferenciarlas.
Dicho esto, ¿cómo medir el peso de las emociones en nuestro comportamiento electoral? ¿Cómo saber si estamos votando más con el corazón -o con el estómago- que con la cabeza? Los analistas electorales usan varios métodos a la hora de ponderar el peso de las emociones en nuestra decisión de voto. Por ejemplo, analizan cuantitativamente los textos de los discursos políticos con el fin de determinar el tono emocional del mensaje o interpretan la retórica del discurso con el objetivo de determinar el grado de emotividad. Los resultados servirán para determinar el tipo de emociones que dominarán un discurso político determinado, pero el impacto dependerá generalmente de tres factores: la oferta política (el grado en el que los políticos apelan a las emociones en sus discursos), la demanda política (expresada en el grado de polarización) y el contexto mediático (la contribución de los medios de comunicación a esa polarización).
Podría decirse que las emociones van ‘calando’ en nuestra percepción política sin que nos demos cuenta. Es posible que no percibamos que han modelado nuestro sentido del voto, pero “juegan un papel importante en variables como la identificación del electorado con un determinado partido político y la movilización, o desmovilización”. Incluso pueden acabar siendo un detonante que en última instancia nos motive a participar en unas elecciones. ¿Quién no ha votado alguna vez movido por la ira o la impotencia? Eso explicaría, por ejemplo, que la polarización esté directamente relacionada con el aumento de la participación electoral.
Y ¿qué emociones acaban teniendo un mayor peso? El miedo, la esperanza o la indignación están presentes de forma estructural en casi todo debate político, explica Cossarini, aunque en las últimas contiendas electorales están ganando terreno otras variables, como la nostalgia, el orgullo o el resentimiento por algún acontecimiento pasado.
Entonces, ¿es mejor dejarse llevar por la emoción o ceñirse a lo que nos dicta la razón? Ni lo uno ni lo otro. A pesar de que en las últimas décadas la literatura científica ha tratado de matizar la dicotomía entre razón y emociones, todavía seguimos pensando que debemos dejarnos gobernar únicamente por el imperio de la razón. “Ni antes la política estaba dominada por la razón ni ahora es todo emotividad”, puntualiza Cossarini. Por muy racionales que seamos, siempre acabaremos influenciados por alguna emoción. Tampoco hay que caer en el sesgo de considerar que las decisiones más inteligentes siempre vienen determinadas por la razón. Como bien señala David Robson, autor de La trampa de la inteligencia, “las personas inteligentes no solo son tan propensas a cometer errores como todo el mundo, sino que incluso son más proclives a incurrir en ellos”. Incluso las mentes más brillantes, o más racionales, pueden llevar a cabo errores de bulto, estén o no dominados por la razón. De nada sirve arrepentirse del voto, ni buscar la influencia de alguien a quien se admira. Al fin y al cabo, ambos pueden estar equivocados… O no.
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