El meme, como diría Carlos Scolari, es quizá la expresión más acabada de la cultura snack. Más allá de su ligereza o brevedad, de su factura casera o de su enorme eficacia -cuando es bueno-, definir el significado del meme anima hoy las discusiones más interesantes entre expertos de la digitalidad. Su frecuencia lo ha convertido en una especie indispensable para enteder el lenguaje de las redes sociales. Se ha vuelto moneda de uso común, por su potencia viral, y algunos hasta reivindican su sentido estético o político. Lo cierto es que no hay laboratorio de comunicaciones, troll center, influencer o artista digital que no haga uso, en un momento dado, del recurso.
Hay quienes destacan que es una herramienta de comunicación visual, ya que sólo hay memes a partir de imágenes o de videos cortos. Hay quienes agregan que el meme es posible cuando es capaz de articular, en esos soportes visuales, una opinión, un juicio de valor, una moral, por tanto el meme debe ser apreciado como una especie nueva dentro del género de la opinión: su vigencia responde, como los artículos de opinión o las editoriales, a determinadas situaciones. Lo que produce una subjetividad, otra lo recibe y lo altera, agregando de este modo otro sello autoral a la conversación digital. De modo que el meme es una especie anfibia, donde no se reconoce a un autor único, pero es indispensable que tenga alguno, aunque sea el último que lo compartió y lo “tuneó”. Democrático en su hechura, profundamente homogéneo por sus efectos.
El término original fue acuñado por Richard Dawkins en su libro «El gen egoísta» (1976), para definir esas unidades de significado sintéticas y eficaces que son asimiladas por los individuos a medida que la conversación social se intensifica. Dawkins hacía alusión, como si se tratara de la función del ARN mensajero, de unas unidades de contenido que, al ser transportadas socialmente, terminan por definir una especie de código cultural o idiosincrático. A pesar de las obvias diferencias con el “meme” que conocemos hoy en redes, algo de la definición de Dawkins sigue generándonos resonancia.
El meme posee esa función que le asignaba Dawkins, pero dentro de la lógica de la inmediatez que imponen las redes sociales digitales. Un meme puede convertirse, en ciertas situaciones, en la imagen, contenido o unidad de sentido que mejor sintetiza la situación. Incluso puede dar por cerrada una conversación y ser almacenada socialmente a partir de la imagen-sentido del último meme que circuló viralmente.
Uno se pregunta cómo es posible esto. Como si en su ligereza, en su estructura inacabada, en su imperfección, algo pudiera ser capaz de dar cuenta, de cifrar, de sesgar, de definir una conversación con sus tantos matices. En ese sentido, lo hemos visto, el meme es la herramienta editorial más poderosa de estos tiempos y ha servido de caja de resonancia para imponer una visión de mundo, ideologías, creencias. Hay quienes dicen que sin el meme como herramienta comunicacional suprematistas, negacionistas, extremistas o populistas no habrían tenido tanto éxito en Twitter, por ejemplo.
¿Qué debe tener un meme? A todas las características que ya hemos mencionado, debemos agregar que un meme fracasa cuando su sentido está cerrado o se pretende único. Más bien, su agilidad, la capacidad para emerger a la superficie de los muros, las pantallas del celular y los timeline se debe a lo contario. Portan una visión de mundo, es cierto, pero están construidos de manera irónica, así que caben diversas lecturas de él, casi siempre con humor. De manera que esa ambigüedad, esa flexibilidad incita la acción de otros que terminan agregando, condimentando o “tuneando” el meme recibido. Lo apasionante de todo esto es que podemos saber cómo comienza un meme, pero jamás cuándo termina. Y a pesar de que el meme admite múltiples sentidos, apropiaciones, inversiones de sentido, cuando un determinado meme se hace viral impone un flujo, una lectura de la situación. Esa combinación de participación colaborativa con homogeneidad es la que convierte al meme en un arma semiótica, diría Geert Lovink, difícil de contrarrestar una vez que se ha desplegado y multiplicado.
Geert Lovink, quien tiene un libro llamado “Triste por diseño”, lo describe como una de las últimas expresiones que hablan de la comunión irreversible del hombre y la máquina digital. Es decir, es una gran síntesis entre la técnica y el ser humano. Tiene sentido entonces que todo troll center sea una factoría de memes, todo laboratorio de desinformación que precie como tal, todo equipo de comunicación o asesoría política u oficina de comunicación participe en su fabricación sistemática y cotidiana. El marketing de contenidos también lo utiliza en sus estrategias.
El meme, sin duda, ha llegado para quedarse porque él también nos habla de la pérdida progresiva del valor de los hechos, de la confusión ideológica de la época, de los malos entendidos y de la cultura de la opinión y la desinformación generalizada (donde hay que hacer minería profunda y de la buena para extraer información precisa de lo que acontece).
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