Conversemos de democracia.
Antonio Aguirre F.
9 marzo 2015
Planteo, sin más vueltas, que la democracia sin Freud deriva a la tiranía.
Antonio Aguirre F.
19 septiembre 2015
De 1897 es el poema titulado “Un anciano”, del escritor griego Constantino Cavafis:[1]
En medio del bullicio del café,
encorvado a la mesa, está sentado un anciano,
con un periódico ante él, sin compañía.
Y, en la vejez infame y desdeñosa,
piensa en qué poco disfrutó los años
cuando tenía fuerzas, elocuencia y belleza.
Sabe cuánto ha envejecido: lo percibe, lo ve.
Y todo ese tiempo en que era joven le parece
que fuera ayer. Qué breve, qué breve el intervalo.
Y piensa en cómo se le ha reído la Prudencia;
y cómo –¡qué insensatez!– confiaba en ella,
la mentirosa que decía: “Mañana. Aún tienes mucho tiempo”.
Recuerda los impulsos contenidos, cuánta dicha
sacrificada. De esa necia cordura
cada ocasión perdida se está mofando ahora.
…Pero de tanto acordarse y tanto cavilar
el anciano se embota, y cae dormido,
apoyado contra la mesa del café.
Aparte de notar la desoladora belleza de los conceptos y las sensaciones que entran en estos versos, me interesa subrayar aquí la imagen del anciano que no solamente sabe que el tiempo voló, sino que, mucho antes, “tenía fuerzas, elocuencia y belleza”. Intento asociar este hombre viejo con la democracia para decir que ella, como la experimentamos en estos días de tanto ajetreo de ideas, puede ser vista como una persona anciana que ha envejecido notoriamente. Ciegos seríamos en creer que la democracia republicana está funcionando bien; por el contrario, funciona mal y muchos de sus principios parecen estar llegando a un final, lo que nos avisa que aquello que nace históricamente así mismo muere.
Analizando el gobierno de Donald Trump, el estudioso británico David Runciman, en Así termina la democracia,[2] señala: “En muchos lugares, no solo en Estados Unidos, la democracia comienza a dar señales de desquiciamiento” (6). A simple vista, por desquiciamiento estamos entendiendo que la democracia republicana está saliéndose de los derroteros acostumbrados, pues asistimos al vaciamiento de contenido de unos principios que, anteriormente, resultaban una alternativa para un mundo supuestamente mejor. Sigue Runciman: “La democracia occidental está pasando por lo que en las personas es la típica crisis de los cuarenta o de los cincuenta: una crisis de madurez, en definitiva. Con esto no pretendo quitar hierro al asunto: las crisis de madurez pueden ser desastrosas y hasta mortales” (10). ¿Está muriendo, pues, la democracia moderna, que ya está vieja?
Un libro de 1958 parece antiguo –el de la filósofa andaluza María Zambrano, Persona y democracia[3]–, pero no lo es: los conflictos que ella expone están vigentes porque en definitiva la democracia tiene que gestionar la relación de los sujetos con la ley y la de esos mismos sujetos con otros que son distantes y que incluso pueden llegar a convertirse en enemigos. Según Zambrano, la democracia debía ser la humanización de la sociedad: “Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona” (183). Pero hay personas y personas, de esto padecemos. Zambrano se interroga: “¿Seguirá siendo utópico pensar que algún día la sociedad tenga una conformación, una estructura análoga a la de la persona humana? ¿Que se logrará, por fin, un régimen que se comporte como una persona en su integridad?” (208). Pero ¿es loable el deseo de Zambrano de contar con un sistema político y social que se comporte como una persona? ¿No es la persona humana, precisamente, un amasijo de contradicciones, inconsecuencias, nulidades –todo lo contrario, también, a veces–, lo que, puede atentar contra las prácticas y los principios democráticos basados en una convivencia civilizada?
En una discusión con Edward Said en 2001, la escritora británica Jacqueline Rose afirma que, en referencia al ámbito de lo político, hay que tomar en cuenta “lo que Freud expuso con tanta frecuencia a sus pacientes: aprended a vivir sin ficciones consoladoras, porque en la muerte de esas fantasías entumecedoras y peligrosas reside vuestra esperanza” (94).[4] Una democracia basada en amplios consensos, así lo creíamos, iba a propiciar unas relaciones tales entre los grupos, las clases, los poderes, etc., que funcionarían como la garantía de una convivencia poco conflictiva. Pero la realidad es que la democracia no consigue eliminar estructuralmente las brechas de injusticia, inequidad, desigualdad, y falta de oportunidades para todos, tal vez porque por encima se instala una gran estructura que continúa ofreciéndonos ‘fantasías entumecedoras y peligrosas’ propagadas hasta por individuos que se presumen inteligentes. De modo que la democracia-persona no consigue muchas veces evitar el delirio.
En otro texto ‘antiguo’,[5] Simone Weil exigía dos condiciones para hablar de democracia: la primera, que en el ejercicio de la voluntad popular no exista una única pasión colectiva (lo que nos previene de los totalitarismos); la segunda, que el pueblo en verdad participe de la vida pública y no sea sólo convocado a la hora de elegir mandatarios (lo cual no ha podido ser cumplido hasta ahora). Tomando en consideración estas condiciones, Weil aseguraba que “nunca hemos llegado a conocer algo que se asemeje a una democracia siquiera de lejos” (27). La democracia, así, se nos presenta, más que como una realización de nuestros sistemas políticos, como un ideal imposible de cumplir, como algo que siempre es necesario exigir. La democracia es ya un viejo necio que no sabe o no puede cumplir con lo que ha ofrecido. Y por eso está en agonía. ¿Cómo mantenemos, en estas condiciones, los mejores productos de la democracia ante su propio envejecimiento?
¿Conoce alguien la fórmula para detener la extinción de la democracia? No lo sabemos, y, precisamente por eso, porque no sabemos, Antonio Aguirre practicó lo más y mejor que pudo el arte de la conversación, porque en ese ejercicio de reunir personas con varios criterios, como se lo hacía antiguamente en la plaza pública, podría residir la posibilidad de que la muerte de la democracia sea demorada, pues valoramos positivamente el hecho de proveer beneficios a largo plazo a vastas comunidades y al mismo tiempo dar voz a esos ciudadanos, que es lo mínimo que la democracia debe hacer.
En muchos espacios –en conversaciones por correo electrónico, en asambleas universitarias, en foros y debates abiertos, en paneles, en charlas formales e informales– Antonio buscó que los otros sostuvieran sus argumentos sobre los temas de nuestra vida en común, replicando aquella República de las Letras en la que el intercambio de ideas nos permite llegar a acuerdos y situar los disensos, una especie de nueva ilustración, como la que propone la filósofa española Marina Garcés en su Nueva ilustración radical:[6] “poder ejercer la libertad de someter cualquier saber y cualquier creencia a examen, venga de donde venga, la formule quien la formule, sin presupuestos ni argumentos de autoridad” (37). Como ningún otro, Antonio fue un suscitador porque sabía recoger las palabras de los otros. No perdía la ocasión para plantear un matiz, algo que le diera la vuelta a un argumento, no para salir victorioso como en un antiguo torneo de retórica, sino para, juntos, ver una luz diferente que pudiera resolver contradicciones. ¿Qué es esto sino una práctica democrática de las mejores y más generosas que conocemos? El dinamismo y la vitalidad de esta República de las Letras tal vez puedan alargar un poco la vida de la democracia.
Una de las pruebas fehacientes de que Antonio fue un estupendo demócrata es que fue un lector. No se puede practicar la democracia sin leer, esto es, sin difusión de los planteamientos de otros, a veces contrarios. Aparte de los clásicos del psicoanálisis, Antonio puso en debate autores como Spinoza, Hobbes, Montaigne, Jacques Rancière, Leo Strauss, Simone Weil, Tocqueville, Bernard-Henry Lévy… Quiero compartir, finalmente, un legado de Antonio: “Planteo, sin más vueltas, que la democracia sin Freud deriva a la tiranía. Que la alternativa concreta es la existencia de una forma liberal de gobierno. Anotando que lo liberal es más relevante, para el psicoanálisis, que lo formalmente democrático”. Esto es, frente a cualquier tipo de tiranía, las formas de la libertad deben ser preservadas a toda costa. El poema de Cavafis también menciona la tiranía del paso del tiempo, que nos lleva a apreciar la brevedad del intervalo en que habitamos. “Conversemos de democracia. Examinemos con tiempo y con método lo que el mundo presente nos enseña”, escribió Antonio Aguirre. “Conversemos de democracia”, dijo, y aquí estamos.
[1] C. P. Cavafis. Poesía completa. Traducción, prólogo y notas de Juan Manuel Macías. Valencia: Pre-Textos, 2015; p. 21-23.
[2] David Runciman. Así termina la democracia [2018]. Traducción de Albino Santos Mosquera. Barcelona: Paidós, 2019.
[3] María Zambrano. Persona y democracia [1958]. Introducción de Rogelio Blanco. Madrid: Alianza, 2019.
[4] Jacqueline Rose. “Respuesta a Edward Said”, en Edward W. Said. Freud y los no europeos [2003]. Traducción de Olivia De Miguel. Barcelona: Global Rhythm Press, 2016; p. 89-106.
[5] Simone Weil. Ensayo sobre la supresión de los partidos políticos [1943, 1950]. Introducción de Simon Leys. Epílogo de Czeslaw Milosz. Traducción de José Miguel Parra. Almería: Confluencias, 2015.
[6] Marina Garcés. Nueva Ilustración radical (Barcelona: Anagrama, 2017).
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