Príncipe de Benevento y del Imperio, príncipe de Talleyrand y Périgord, duque de Dino, conde de Périgord, par de Francia, duque de Talleyrand y Périgord, vicegrán elector imperial, gran águila de la Legión de Honor, caballero de la Orden del Saint-Esprit, caballero de la orden española del Toisón de Oro, gran comandante de la Orden de la Corona de Westfalia…
Son algunos de los muchísimos títulos que a lo largo de sus 82 años de vida acumuló Charles Maurice de Talleyrand, una de las figuras más fascinantes (y discutidas) de la historia francesa y europea.
Un político de increíbles habilidades que tuvo una influencia gigantesca entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, que apoyó y dejó caer a regímenes opuestos y que tradicionalmente ha sido considerado la quintaesencia del traidor, conjurando a un lado y al otro odios tan acérrimos como unánimes.
Su casi interminable lista de títulos honoríficos solo es comparable con la inmensa cantidad de dinero que amasó, los numerosísimos odios que concitó y los muchos dirigentes a los que respaldó y luego abandonó a su suerte, y que según Victor Hugo, su contemporáneo, habrían ascendido a 20.
Y es posible que incluso se quedara corto, dado que durante la época de esplendor de Talleyrand sólo Alemania estaba formada por unos 300 estados independientes con otros tantos jefes de estado, aunque no todos reyes.
“Entre reinados, imperios, ducados, principados, arzobispados y demás es muy posible que la cifra incluso fuera más alta”, señala el escritor, editor y traductor Xavier Roca-Ferrer, autor de una nueva y completísima biografía sobre el personaje que lleva por título Talleyrand. El ‘diablo cojuelo’ que dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa (Ed. Arpa).
Era el primogénito pero debido a la cojera que sufría, sus padres decidieron que eso limitaba mucho sus opciones de poder contraer un matrimonio ventajoso. Así que se volcaron con su segundo hijo y decidieron que él hiciera carrera eclesiástica, a la que podía ayudar un tío arzobispo.
Y la hizo: durante el reinado de Luis XVI llegó a ser ministro de Hacienda de la Iglesia francesa, un cargo que le lanzó a las alturas de esa institución religiosa, y le hizo obispo de Autun.
Pero el ser sacerdote no le impidió mantener relaciones con numerosas mujeres (incluida la condesa Adelaida de Flahaut, madre de su único hijo), no le apartó de su desmesurada afición al juego ni evitó que especulara y participara en incontables negocios muy sucios y en casos de corrupción.
“Quizás, en última instancia, la auténtica gran pasión de Talleyrand no fue la política, ni la economía, ni el juego ni las mujeres, sino el Riesgo, con mayúsculas, y en todos los campos”, se lee en la biografía sobre él que ha escrito Xavier Roca-Ferrer.
El estallido de la Revolución francesa le hizo simpatizar en un primer momento con “los descontentos” que la habían impulsado. El tener título de obispo le aseguraba un sillón en los Estados Generales de 1789 y el derecho a intervenir en la configuración de la nueva Francia. Y no desaprovechó la ocasión.
Colaboró en la redacción de la primera Constitución francesa, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, trató de impulsar una monarquía constitucional “a la inglesa” y propuso una ley de educación universal y gratuita que solo cien años después se haría realidad.
Y fue incluso más allá. Cuando en la Asamblea Nacional se debatió la desastrosa situación económica del país, Talleyrand se descolgó con una propuesta muy osada para alguien que llevaba la mitra de obispo: propuso la nacionalización de todos los bienes de la Iglesia francesa, dueña entonces de la cuarta parte de todas las propiedades del país.
Su propuesta prosperó, pero obviamente no fue del agrado de las autoridades eclesiásticas, que a partir de ese momento le consideraron un traidor en toda regla. En 1791 el Papa lo amenazó incluso con la excomunión. No hizo falta: Talleyrand decidió colgar los hábitos.
Llegó el Terror, ese periodo en el que la Revolución francesa se radicalizó y la guillotina empezó a cortar cabezas sin parar. Talleyrand decidió salir de Francia y buscar refugio en América, donde continuó haciendo negocios para subsistir. Pero sentía nostalgia de su país, y en 1796 regresó a Francia. Acababa de inaugurarse un nuevo régimen político de corte republicano, el llamado Directorio, que se apoyaba en los militares y, entre ellos, un joven llamado Napoleón Bonaparte.
Talleyrand ejerció como ministro de Exteriores durante el Directorio y se hizo muy amigo del “prometedor” Bonaparte, tanto que el 9 de noviembre de 1799 (18 de Brumario en la Francia se entonces) Napoleón, que había adquirido gran prestigio gracias a sus victorias militares en Europa, dio un golpe de Estado con la ayuda de Talleyrand y se hizo con el poder.
Se estableció una nueva forma de Gobierno, también de corte republicano, el llamado Consulado, dirigido por tres cónsules, con Napoleón como primer cónsul. Conocedor de las increíbles habilidades negociadoras de Talleyrand, lo primero que hizo Napoleón al acceder al poder fue nombrarle ministro de Exteriores y colmarle de títulos.
De este periodo data el secuestro y posterior fusilamiento del duque de Enghien, un poderoso noble, descendiente de la Casa de Borbón, que había conseguido aglutinar el apoyo de los monárquicos.
Es posible que el crimen viniera determinado por el atentado que había sufrido Napoleón el 24 de diciembre de 1800, que a punto estuvo de costarle la vida (murieron nueve personas), y se creía atribuible a la complicidad de d’Enghien con los bretones alzados (los llamados chuanes). Tanto Napoleón como Talleyrand temían que si algo volvía a repetirse con éxito, daría lugar a una guerra civil dentro de un Francia descabezada.
Napoléon, ambicioso como era y con el objetivo de poder hablar de tú a tú con los monarcas de Europa, decidió transformar el Consulado en un imperio, proclamándose emperador el 28 de mayo de 1804. Y para que Talleyrand permaneciera a su lado, lo nombró gran chambelán, vice-elector del Primer Imperio francés y príncipe de Benevento, además de concederle un sueldo estratosférico.
Aun así Talleyrand se fue poco a poco distanciando de Napoléon quien, cegado por su vanidad y por su sucesión de éxitos, comenzó a tomar decisiones cada vez más erradas. Las invasiones de España y Rusia acabaron por distanciarlos. “Yo estaba indignado ante todo lo que veía y escuchaba, pero me veía obligado a callar mi indignación”, escribió Talleyrand en sus memorias.
Acabó presentando su dimisión como ministro de Exteriores, alegando motivos de salud.
Bonaparte, por su parte, no le perdonó nunca ese gesto y lo humillaba siempre que podía. Incluso lo obligó a casarse con la mujer con la que convivía, y de la que el exobispo estaba ya harto. Llegados a ese punto, y considerando que Napoléon había dejado de trabajar para Francia para hacerlo en beneficio de su propia gloria, Talleyrand decidió que había llegado el momento de acabar con él como fuera.
“Intentó frenarlo y moderarlo en lo que pudo, hasta que al final el caballo se desbocó y en 1807 el exobispo de Autun se pasó al enemigo, convencido de que Napoléon no tenía remedio”, explica el autor de su biografía. Talleyrand conspiró en la sombra todo lo que pudo para forzar la salida de Napoleón, quien finalmente, vencido en la batalla de Leipzig, renunció a su cargo en abril de 1814.
El hábil Talleyrand decidió entonces respaldar el ascenso de Luis XVIII, enemigo de Napoleón y primo del duque de Enghien, en cuya ejecución Talleyrand había estado implicado. Aunque los Borbones no le gustaban nada de nada, decidió que uno de ellos era preferible a Napoleón.
Talleyrand fue el representante de Francia en Congreso de Viena, el encuentro internacional reunido para restablecer las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón.
“Su gestión en el congreso de Viena fue sencillamente magnífica. Las cuatro grandes potencias estaban en contra de Francia, pretendían anular al país para siempre, pero Talleyrand consiguió hábilmente darle la vuelta a la situación”, destaca Roca-Ferrer.
Pero Napoléon, desterrado en la isla de Elba, logró escapar de allí y amenazó con tomar de nuevo el poder en Francia. La aventura duró cien días y, sin duda, la derrota final de Napoleón en Waterloo en junio de 1815 debió de alegrar a Talleyrand.
Luis XVIII falleció el 16 de septiembre de 1824. Le sucedió su hermano, el conde de Artois, como Carlos X. Pero en 1830 la llamada Revolución de Julio, apoyada por Talleyrand, obligó a Carlos X a dimitir y propició el ascenso al trono de Luis Felipe de Orleans, quien nombró a nuestro hombre embajador en Londres.
El último tratado que firmó Talleyrand fue el de la Cuádruple Alianza en Londres, en el que intervinieron Francia, Inglaterra, España y Portugal.
“Luchó toda su vida por pacificar las relaciones de los países que creía más civilizados del continente e inducirles a una colaboración que sólo podía favorecerles a todos. Después de 400 años enfrentados, aspiraba a que Francia y Gran Bretaña se entendieran”, señala Roca-Ferrer.
“Talleyrand quería una Europa pacífica en la que los países civilizados y sensatos colaboraran en la tarea de lograr un bienestar general (y, por descontado, el suyo particular). Fue en ese sentido muy avanzado, porque en aquel momento la idea de la Unión Europea era inconcebible e hicieron falta dos guerras mundiales para que se empezara a pensar en ello”, agrega.
“Se mire por donde se mire -continúa Roca-Ferrer-, fue un gran superviviente, vivió muchos años y atravesó periodos muy peligrosos de los que siempre supo salir airoso… y más rico. De todos modos, todo lo que hizo pensando en sí mismo redundó en favor de Francia. Aunque también se puede decir al revés: todo lo que hizo por Francia redundó en su favor”.
“Todo depende de cómo se mire. Fue una persona que iba adaptando sus ideas a unos tiempos tremendamente cambiantes. Para Talleyrand, las circunstancias moldeaban las ideas. No era un idealista, sino un pragmático. Más un pragmático que un traidor, en mi opinión. En el fondo, todo lo que hizo lo hizo pensando en sí mismo y en Francia. Lo que ocurre es que para él ambas cosas estaban intrínsecamente unidas. Por ello un juicio moral resulta muy difícil”, subraya Roca-Ferrer.
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