“Mendel es un espectro curioso de la historia”, escribió, en su característico estilo poético, el escritor científico Loren Eiseley. “Sus asociados, sus seguidores, están todos en el próximo siglo. Sin embargo, si queremos entenderlo a él y la forma en que rescató al darwinismo del olvido, debemos recorrer el largo camino de regreso a Brünn en Moravia y pararnos entre los guisantes en un jardín tranquilo”.
Parémonos entonces con ese fraile agustino llamado Gregor Mendel en el jardín del monasterio en la abadía de Santo Tomás de Brünn, Margraviato de Moravia (hoy Brno, República Checa) en 1856, quien para ese entonces tenía 34 años. Para ese entonces ya estaba cultivando Pisum sativum, más conocidas como arvejas o guisantes.
Lo hacía por curiosidad. Mendel quería saber cómo se transferían los rasgos de una generación a la siguiente, así que se propuso investigar los patrones de herencia. No era el primero en estudiar el tema, ni siquiera el primero en escoger las arvejas como su sistema modelo principal (un organismo que facilita que un investigador indague en una cuestión científica en particular).
Los guisantes son ideales para este tipo de investigación debido a su rápido ciclo de vida y la producción de montones de semillas. Además pueden autofertilizarse, fecundando las flores femeninas con el polen de las masculinas en la misma planta, una técnica que se utiliza con el fin de obtener un linaje puro.
Pero Gregor Mendel hizo algo que nadie más había hecho. “Su gran ventaja fue ser el primer biólogo en contar las cosas. Otros se habían interesado en la herencia pero Mendel descubrió que podía usar leyes aritméticas sencillas para registrar cómo ciertas características pasaban de una generación a otra”, le dijo a la BBC Steve Jones, profesor de genética en la University College London y autor de varios libros, entre ellos “Casi como una ballena: el origen de las especies actualizado”.
Fue eso lo que le permitió deducir los principios clave de la herencia.
Mendel comenzó separando las plantas que producían guisantes arrugados de los lisos y brillantes, las de flores blancas de las violeta, las de vainas verdes de las amarillas, las que crecían más alto de las más bajitas y otras tres características más.
Cultivó cada una separada por generaciones hasta lograr especímenes puros —aquellos en los que la descendencia era idéntica a la de la planta madre—, por ejemplo, una línea en la que todas fueran altas y otra en la que todas fueran bajas. Luego, empezó a cruzarlas y a registrar cómo heredaban los rasgos; así descubrió que había patrones muy similares para las siete características.
Encontró que una característica —como ser alta— siempre ocultaba otra —ser bajita— en la primera generación, y les puso nombre: la visible era el rasgo dominante; la oculta, el rasgo recesivo. Pero al autofecundar esa planta hija de las dos desiguales, el rasgo recesivo aparecía, aunque en una minoría de las arvejas de las segunda generación. Es más, la relación era de 3:1.
Y comprobó además que las características se heredaban de forma independiente. Así, lenta y sistemáticamente, Mendel elaboró la ley básica de la herencia y tropezó con lo que más tarde se describiría como la unidad fundamental de la vida misma… el gen.
En 1865 presentó los hallasgos de sus experimentos con casi 30.000 plantas de arvejas en la Sociedad de Historia Natural de Brünn, que los publicó al año siguiente bajo el título “Experimentos en hibridación de plantas”…
…y no pasó nada.
En 1868, Mendel se convirtió en abad de su monasterio y dejó de lado en gran medida sus actividades científicas. Falleció en 1884, sin saber que unas décadas más tarde se convertiría en una de las más grandes leyendas de la historia de la ciencia.
En 1900, tres botánicos europeos —Hugo De Vries (Holanda), Carl Correns (Alemania) y Erich Von Tschermak (Austria)— estaban trabajando en sus propias investigaciones sobre la herencia. Cada uno, independientemente, buscando información sobre el tema, encontraron a Mendel y se dieron cuenta de cuán valiosa era su obra.
Más tarde, la unión de Mendel y Charles Darwin, una pareja perfecta que nunca se conoció, dio a luz la síntesis evolutiva darwiniana de las décadas de 1930 y 1940: los biólogos evolucionistas se dieron cuenta de que las leyes de herencia de Mendel podían explicar cómo la selección natural podía hacer que los rasgos beneficiosos fueran más frecuentes y eliminar los negativos.
Y, finalmente, la investigación de Mendel se convirtió en la piedra fundamental de la genética. “La genética es una ciencia asombrosa, pues es la única que le debe su origen a una sola persona, Gregor Mendel. El origen de todas las otras ciencias se remontan cientos de años atrás y se deben a muchas personas”, apunta Jones.
Su breve tratado que había sido pasado por alto durante décadas paso a ser considerado como “uno de los triunfos de la mente humana”, según Stern y Sherwood, “un acto de máxima creatividad” que “sigue vivo como ejemplo supremo de experimentación científica y profunda penetración de datos”.
Eso a pesar de que, como escribió Eiseley, “Gregor Mendel tuvo un destino extraño: estaba destinado a vivir una vida de carne y hueso dolorosamente en Brünn y otra, la vida intelectual con la que soñó, en el siglo siguiente.
“Sus palabras, sus cálculos salieron en un vuelo tardío repentino de los oscuros volúmenes similares a tumbas para escribirse en cientos de pizarrones universitarios, y residir en innumerables cabezas”.
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