Antes de que un almacén de explosivos estallará en Beirut el martes, el Líbano acumulaba ya un año de desgracias que ha colocado a la población al borde del colapso y al país lo ha sumido en una profunda crisis tanto económica como social.
La explosión de un depósito con 2.750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas de forma insegura en la zona del puerto, ha causado numerosos destrozos en la capital.
El número de muertos supera los 100 y los heridos suman ya más de 4.000, confirmó el Ministerio de Sanidad, aunque las cifras podrían aumentar.
El daño y la devastación que causó a kilómetros de distancia, han dejado a unas 300.000 personas sin hogar, un tercio de ciudad se ha visto afectada y las autoridades reconocen que la zona del puerto “ha dejado de existir”.
“Nunca es buen momento para que el horror golpee una ciudad, pero para Beirut es difícil imaginar peor momento que éste”, explica Rami Ruhayem, periodista de la BBC en Beirut.
No es solo que el aumento de los contagios por coronavirus haya puesto a los hospitales en dificultades para atender a los enfermos y ahora se enfrenten a la llegada de miles de heridos por la detonación.
O que cientos de personas se hayan visto desplazadas con sus hogares reducidos a cenizas en cuestión de segundos.
Líbano atraviesa sus peores momentos desde la larga guerra civil que duró de 1975 a 1990.
“Líbano importa la mayor parte de su comida. Su economía lleva casi un año en caída libre y crecen los temores de que se produzca una situación de inseguridad alimentaria“, afirma Ruhayem.
Todo el grano almacenado en el puerto, lugar de la explosión, se ha perdido. “Cuando el shock desaparezca, el impacto permanecerá por mucho tiempo”, añade.
La explosión tendrá importantes consecuencias económicas puesto que la destrucción del principal puerto del país dificultará el suministro de alimentos en el futuro. La zona del puerto era una de las más habitadas y pobres de la ciudad.
Esto se suma a la crisis financiera y a la hiperinflación en el país, que pasa por su peor crisis económica desde el final de la guerra civil. Miles de personas se han visto empujadas a la pobreza y la situación provocó en octubre las mayores protestas antigubernamentales que el país ha visto en más de una década.
Incluso antes de que la pandemia de coronavirus a principios de este año, el Líbano parecía encaminarse a un colapso. Su deuda interna con respecto al producto interno bruto (lo que debe un país en comparación con lo que produce) fue la tercera más alta del mundo. El desempleo se situó en el 25% y casi un tercio de la población vivía por debajo del umbral de pobreza.
A finales del año pasado, también se desveló que el Estado era completamente consciente de que el Banco Central estaba llevando a cabo un esquema financiero piramidal -también conocido como esquema Ponzi-.
El organismo pedía prestado a los bancos comerciales a unas tasas de interés superiores a las del mercado para pagar sus deudas y mantener fijo el tipo de cambio de la libra libanesa contra el dólar estadounidense.
Al mismo tiempo, iba creciendo un malestar entre la población por el hecho de que el gobierno no es capaz de proporcionar ni siquiera los servicios básicos. A los cortes de energía diarios y la falta de agua potable se suman una atención médica pública limitada y una de las peores conexiones a internet del mundo.
La situación pone de relieve las profundas divisiones en la sociedad libanesa, donde muchos ciudadanos acusan a la élite política dominante de acumular riqueza en lugar de realizar las amplias reformas necesarias para resolver los problemas del país.
A principios de octubre de 2019, la escasez de moneda extranjera llevó a la libra libanesa a una fuerte depreciación frente al dólar en un mercado negro que resurgió por primera vez en dos décadas. Cuando los importadores de trigo y combustible exigieron que se les pagara en dólares, los sindicatos convocaron huelgas.
Más tarde, otra desgracia azotó al país. Los incendios forestales desatados en las montañas de la parte occidental volvieron a poner de manifiesto la falta de fondos y el deficiente equipamiento de los bomberos.
A mediados de octubre, el gobierno propuso nuevos impuestos sobre el tabaco, la gasolina y las llamadas de voz a través de servicios de mensajería como WhatsApp para aumentar sus ingresos, pero la reacción violenta de la población obligó a cancelar los planes. Sin embargo, nada pudo frenar la oleada de descontento acumulada durante años.
Decenas de miles de libaneses salieron a las calles, lo que llevó a la renuncia del primer ministro respaldado por occidente, Saad Hariri, y su gobierno de unidad.
Las protestas dejaron de lado incluso el habitual sectarismo político, algo que no sucedía desde que terminó la devastadora guerra civil.
El recién nombrado primer ministro Hassan Diab anunció que Líbano no podría cumplir con sus compromisos de deuda externa por primera vez en su historia.
Afirmó que sus reservas de divisas habían alcanzado un nivel “crítico y peligroso” y que era necesario mantener las que quedaban para pagar las importaciones esenciales.
A raíz de las primeras muertes por covid-19 y el aumento de las infecciones, el gobierno impuso a mediados de marzo un confinamiento obligatorio para frenar la propagación de la enfermedad.
Por un lado, esto obligó a los manifestantes antigubernamentales a abandonar las calles, pero por otro, agravó la crisis económica y expuso las deficiencias del sistema de bienestar social del Líbano.
Muchos negocios se vieron obligados a despedir al personal o darles vacaciones sin sueldo y la brecha entre el valor de la libra libanesa en los tipos de cambio oficiales y la del mercado negro se amplió.
Además los bancos endurecieron los controles de capital.
La inflación agravó mucho más la situación de las familias, incapaces de comprar ni siquiera los artículos para cubrir las necesidades básicas. Las crecientes dificultades económicas provocaron nuevos disturbios.
En abril, soldados mataron a tiros a un joven durante una protesta violenta y varios bancos fueron incendiados.
Mientras tanto, el gobierno finalmente aprobó un plan de recuperación con el que esperaba terminar con la crisis económica y obtener el apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI) que debía conceder un paquete de rescate por valor de $10.000 millones.
Para cuando las restricciones de coronavirus comenzaron a levantarse en mayo, los precios de algunos alimentos se habían duplicado y el primer ministro advirtió que Líbano estaba en riesgo de caer en una “gran crisis alimentaria”.
“Muchos libaneses ya han dejado de comprar carne, frutas y verduras, y pronto les resultará difícil pagar incluso el pan“, escribió en el Washington Post.
La mayoría de los analistas apuntan a un factor clave: el sectarismo político. Son grupos que se ocupan de sus propios intereses.
Líbano reconoce oficialmente a 18 comunidades religiosas: cuatro musulmanas, 12 cristianas, la secta drusa y el judaísmo.
Las tres principales instituciones políticas -el presidente, el presidente del parlamento y el primer ministro- se dividen entre las tres comunidades más grandes (cristiana maronita, musulmana chiíta y musulmana sunita, respectivamente) en virtud de un acuerdo que data de 1943.
Los 128 escaños del Parlamento también se dividen en partes iguales entre cristianos y musulmanes (incluidos los drusos).
Es esta diversidad religiosa la que hace del país un blanco fácil para la interferencia de las potencias externas.
Así sucede por ejemplo con el respaldo de Irán al movimiento chiíta de Hezbolá, ampliamente considerado como el grupo militar y político más poderoso del Líbano.
Desde el final de la guerra civil, los líderes políticos de cada secta han mantenido su poder e influencia a través de un sistema de redes de mecenazgo, protegiendo los intereses de las comunidades religiosas que representan y ofreciendo incentivos financieros, tanto legales como ilegales.
Líbano ocupa el puesto 137 de 180 países (180 es el peor) en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional de 2019.
El organismo de control dice que la corrupción impregna todos los niveles de la sociedad en el Líbano, con los partidos políticos, el parlamento y la policía percibidos como “las instituciones más corruptas del país”.
BBC Mundo
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