Al enterarnos de tantos y tan repetidos actos de corrupción, uno se pregunta quiénes son estos individuos que, en las esferas del poder estatal y privado, participan y se benefician ilícitamente de estos delitos. Más aún, qué tienen en la cabeza aquellos que, precisamente en este tiempo de indefensión del mundo, aprovechan para delinquir entre tanto dolor y desazón ante el futuro. ¿Son personas o son monstruos? ¿O son personas/monstruos que ven en el Estado un espacio para lucrar material y simbólicamente, una oportunidad para robar? Y quienes son descubiertos responden siempre que son dignos y honrados y blablablá.
No se entiende completamente qué llevan en el alma estos atracadores, muchos de ellos funcionarios públicos.
Es cierto que todos portamos una naturaleza que nos hace actuar de una manera y otra, muchas veces contradictoria y paradójica. Todos tenemos dentro la posibilidad del bien y del mal, como lo contó espléndidamente Robert Louis Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde en 1886, un relato sobre las dobleces en las que, a pesar de creernos sólidos y ejemplares, incurrimos diariamente. Y con la corrupción el mal obtiene otra victoria sobre el bien.
La novela corta de Stevenson presenta un caso legal y también un estudio de lo que en su momento se conocía como psicología mórbida. Es la historia de la lucha interior que se realiza en el doctor Jekyll, un médico que opta por indagar los caminos de lo que llama medicina trascendental. Y lo que se le revela en su experiencia es que todos tenemos dentro un Jekyll y un señor Hyde. Jekyll tiene buen porte, no solo físico, sino moral, su ecuanimidad y don de gentes son conocidos por todos. En cambio, Hyde es contrahecho y quien lo ve experimenta un raro escalofrío, incluso apenas parece humano, es monstruoso y siniestro.
Lo estremecedor de este relato es que Jekyll y Hyde son la misma persona capaz de producir el bien y el mal en igual medida. Una pócima efectúa la transformación bestial de uno en otro –esos eran los alcances de la imaginación en el siglo XIX– y abre una brecha “entre las provincias del bien y el mal que dividen y conforman la naturaleza dual del ser humano” (traducción de Catalina Martínez Muñoz).
Hacer negocios razonables con el Estado es necesario porque se benefician por igual lo público y lo privado, pero en ocasiones, con la firma del contrato, alguien bebe esta pócima para concretar el mal.
Es reveladora la visión de Stevenson: “El hombre en realidad no es uno sino dos”; “el ser humano será en última instancia conocido por la pluralidad de personalidades incongruentes e independientes que en él habitan”; “el lado perverso de mi naturaleza, al que yo había entregado el poder, era menos fuerte y estaba menos desarrollado que el bueno, al que acababa de derrocar”; “todos los seres humanos con los que nos cruzamos somos una mezcla de bien y mal”. También –en la voz de Jekyll– descubre que ciertos placeres secretos solo se pueden cumplir haciendo el mal. Por tanto, la ley debe prevenir que en los contratos con el Estado no esté presente un señor Hyde en ninguna de las partes.
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