Es poco seguro que algún día sepamos con exactitud el grado de responsabilidad de la República Popular China en el contagio mundial de la COVID-19, pues todo está sobredeterminado por los intereses únicos, y muchas veces secretos, del Partido Comunista Chino. De hecho, los actuales dirigentes del Estado chino combaten la democratización, la sociedad civil, los derechos humanos, y casi todos son herederos de la llamada Revolución cultural que, de 1966 a 1976, aterrorizó a un pueblo que ya había sufrido una hambruna que pudo haber matado a treinta millones de personas en 1960 y 1961.
Los comunistas chinos, pues, están entrenados para despreciar la vida de los demás, especialmente de aquellos señalados, con razón o no, de no corregir hábitos burgueses y contrarrevolucionarios. La literatura nos descubre y nos alerta sobre ese largo episodio de horror que ha fraguado la personalidad y las creencias de quienes detentan el poder público y privado en China. El libro de un hombre solo (1999), novela del nobel Gao Xinjian (1940), retrata el desprecio que siente un artista que se atrevió a enfrentar el adoctrinamiento durante esa época lúgubre en que amigos y conocidos se volvían espías y traidores.
Hasta los sentimientos amorosos fueron perseguidos y el sexo tratado como un tabú, como sucede en Amor en un pequeño pueblo (1986), de la escritora Wang Anyi (1954), en la que dos bailarines de una compañía que tienen relaciones sexuales antes del matrimonio son denunciados como transgresores del orden oficial. Con el pretexto de aniquilar la vieja sociedad, en La vida y la muerte me están desgastando (2006), novela del nobel Mo Yan (1955), un terrateniente ejecutado se va al inframundo, donde recibe la condena inicial de reencarnarse en un burro. La injusticia caracterizará la vida en la China comunista.
La Revolución cultural consideró feudal aquello que no entraba en la órbita del maoísmo y, para destruir lo antiguo, que incluyó la música clásica y el arte y la literatura occidentales, los jóvenes y los guardias rojos emprendieron una demoledora tarea. Los libros de cuentos Bajo la bandera roja (1997) y El novio (2000), de Ha Jin, traen historias conmovedoras de lealtades a la familia o al partido incluso en un funeral, de humillaciones a una maestra considerada extranjerizante, de tortura pública a una adúltera, de baños eléctricos para ‘curar’ la homosexualidad, de la imposibilidad de hacer bromas sobre los dirigentes.
En esa etapa cruel, cientos de miles fueron recluidos en “campos de reeducación por el trabajo” sin importar los dramas de las separaciones personales, como pasa en Los cuatro libros (2010), novela de Yan Lianke (1958). Las puertas del paraíso (2009), de la novelista Yiyun Li (1972), comienza el día en que van a ejecutar a una mujer de 28 años, que ha sido guardia roja desde los 14, pero que se ha atrevido a criticar al presidente Mao. Los dirigentes chinos que no han contado la realidad sobre la COVID-19 forjaron su ideología bajo este legado de violencia extrema, irracional y descontrolada y, sobre todo, de la locura política que no cree en la verdad.
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