Desde mi ventana en las faldas del Pichincha miro la vena longitudinal del Quito norte y los cerros que por el oriente nos separan del valle de Cumbayá. Es mediodía, hay poca luz y muchas nubes; se siente ráfagas de viento intermitentes, escucho la sirena de una ambulancia que avanza seguramente presurosa a socorrer a alguien.
Prisionero en mi propia burbuja; por fortuna puedo teletrabajar y distraerme con ciertas comodidades que brinda la tecnología, más los libros, esos amigos pródigos siempre dispuestos a multiplicar la existencia; gozo de estar con mi familia y compartir tiempo, espacios, charlas, tensiones, risas y tareas domésticas, todo para aliviar el confinamiento y plantar buena cara ante la emergencia que nos conmociona.
Hoy más que nunca valoro las posibilidades y situación de la clase media, porque permiten llevar un “encierro decoroso”, pero muchos viven la pandemia en forma menos feliz y hasta desesperada; son exiliados de la dignidad porque están al margen de casi todo, sembrados en el desempleo, la ignorancia y la pobreza estructural.
Esto ocurre debido a que históricamente se postergaron lo asuntos de fondo, los de la decencia y el futuro prometedor, erramos como sociedad; no hemos logrado redistribuir la riqueza, condición elemental orientada a crear mejores oportunidades para todos, cunde impúdicamente la injusticia social.
Sin pensarlo y sin saberlo, cotidianamente se replican por doquier imágenes desgarradoras de tribulación y soledad, al estilo de magistrales obras pintadas por Edwar Hopper o Edvard Munch.
El covid-19 es tan poderoso que puede oxigenar al planeta y, al mismo tiempo, ahogar la economía, activar un tsunami social, agudizar el desempleo negando prosperidad; evitemos otra década perdida y adoptemos con altruismo un gran acuerdo político para mitigar esas graves secuelas.
Somos un mismo cuerpo, compartimos el mismo drama que también es oportunidad y esperanza, no fracasemos nuevamente. (O)
Texto original publicado en El Telégrafo
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