Jaime Mantilla Anderson
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Consejero Delegado de Dialoguemos
Henry Kissinger, el viejo Secretario de Estado de los Estados Unidos, conocido como el monje negro del poder global, en reciente comentario publicado en el Wall Street Journal, insiste en algo que estamos discutiendo en los últimos meses: La pandemia del Coronavirus cambiará el orden mundial para siempre.
Las grandes catástrofes en la historia de la humanidad, siempre han desembocado en profundos cambios de los sistemas que hemos diseñado para sobrevivir, desarrollarnos, y soñar en que podemos ser casi iguales que los dioses.
En nuestra América y en el mundo antiguo eran los dioses los que causaban las catástrofes pero al mismo tiempo los que luego de sacrificios y plegarias, escuchaban las quejas de los desamparados humanos y calmaban su castigo divino. En esas confrontaciones entre seres humanos, las partes en conflicto siempre imaginaban que Dios o sus dioses estaban de su parte. Jamás se conoció a quien protegían: si a los triunfadores eventuales que debían asumir el costo para sus países y aliados, o a los derrotados, que tenían que aprender a sobrevivir con las lecciones de esa derrota.
En las conflagraciones, la atención de gobernantes y gobernados se centraba en lograr la derrota del adversario. Eran crisis causadas por los propios seres humanos. En la superación de los fenómenos naturales, la atención se dirigía a cómo contrarrestar las fuerzas que no se podía dominar, algo similar ocurría cuando se enfrentaba a plagas y pandemias.
En Ecuador, al igual que en la mayoría de países del mundo, esta pandemia nos cogió desprevenidos. Desde el inicio del gobierno de Lenin Moreno, oficialistas, oposición, sabios e intelectuales han estado dedicados a analizar y sugerir salidas para superar la quiebra económica que dejó el gobierno anterior, recuperar la sociedad democrática, restablecer la justicia independiente y especialmente el último año, compensar la baja de los precios de sus principales productos de exportación sin afectar a los grupos más débiles de la población.
Todos los esfuerzos iban destinados a esos objetivos. Nadie imaginó que en pocos días o semanas, esos propósitos urgentes por cierto, debían sustituirse con la lucha por la supervivencia, en un país fragmentado, sobre endeudado y con mínimos recursos.
Las medidas durante mucho tiempo postergadas para solucionar los graves problemas económicos, se opacaron al tener que diseñar otros caminos alternos para además enfrentar el coronavirus.
El gobierno ha tratado de evitar la propagación del virus, reducir el número de muertes, en una sociedad totalmente escéptica e indisciplinada, que perdió confianza en sus dirigentes, pero que al mismo tiempo, por los ejemplos que recibió en los diez años anteriores, pensó que el crecimiento económico, el consumo y el hedonismo eran los caminos, para su realización personal. Los ecuatorianos no se dieron cuenta que el país dibujado por el anterior gobierno en base de la abundancia de dinero, el consumo, el endeudamiento, dejaba al margen a la mayoría de pobladores pertenecientes a los grupos rurales y urbano marginales.
El gobierno se ha cerrado en si mismo. La labor que realiza con apoyo de algunos gobiernos locales se centra en resolver las urgencias diarias que se presentan. Varios grupos sociales responsables, empresarios, catedráticos universitarios han colaborado para solucionar esas urgencias y enfocado particularmente en propuestas concretas para preparar el futuro luego de superado el problema sanitario, proyectando los difíciles escenarios en que se deberá actuar para, en un proceso de unión nacional, reconstruir el tejido social y la economía
Muchos medios nacionales y extranjeros han tratado de narrar la gravedad de la crisis, los éxitos y errores, el número de víctimas, las realidades de cada país y sus gobiernos. No han reparado en la inmensa brecha social que ha hecho que los más pobres, como ha sido tradicional en otras tragedias, sean los que carguen el peso de este drama.
El periodismo se ha hecho eco de las publicaciones en redes sociales, por parte de visitantes y troleros en busca de popularidad. Esa propuesta de los años 90 de contar con la ciudadanía para formar periodistas ciudadanos actuando dentro de la comunidad, demostró sus inconsistencias, pues a través de las redes sociales, miles de participantes empezaron a utilizarlas no para narrar simple y honestamente lo que veían, sino para saciar sus caprichos y venganzas en contra de los que consideraban sus enemigos buscando notoriedad.
Los medios de información en general, por resaltar la gravedad de la pandemia, ante las dificultades encontradas para obtener las distintas versiones de la realidad, han centrado sus esfuerzos en difundir en videos o fotografías los casos que despiertan mayor estupor y pánico.
Los espacios de análisis han sido posiblemente los que mayor profundidad han ofrecido a los lectores o televidentes, pero no necesariamente los que mayor lectoría o visibilidad han logrado. El público se ha acostumbrado a informarse en cápsulas breves, asombrarse por el impacto de la imagen, mas no por la reflexión que el análisis produce para conseguir una reacción.
Enfrentamos, como lo mencionan muchos pensadores, cambios radicales en nuestra forma de ser, de vivir, en nuestras relaciones interpersonales. La crisis nos sorprende, extrañamos el pasado y sentimos temor hacia el futuro. Esta conmoción global nos da la oportunidad para enderezar el rumbo.
El engranaje de la humanidad continuará moviéndose. Debemos mirar profundamente esa cadena para comprender y re construir las relaciones en toda la sociedad. Sus eslabones deben engarzarse bien para que los distintos grupos sociales sepan apoyar a los que están más necesitados, buscando un equilibrio; ofrecer empleo, cubrir sus aspiraciones básicas, contratar sus servicios, encontrar en esto la unidad, para que todos comprendamos la necesidad vital de crecer juntos construyendo un futuro más justo equitativo y consciente.
La pandemia por primera ocasión en la historia nos ha puesto frente a un gran espejo de la realidad en que vemos caras reales, sin caretas, instituciones en deterioro, caudillismos explotadores, débiles liderazgos, todos ellos arrinconados en sus propias deficiencias.
Y en este escenario nos preguntamos, ¿qué significado tiene la Democracia? Un término ideal que ha justificado muchas discusiones, guerras, incomprensiones y cegueras. La Democracia, ese ideal político por excelencia, ha sido sustituido por el espectáculo, el consumismo, la ficción de bienestar, como mencionaba Vargas Llosa en su obra La civilización del Espectáculo.
Nos hace esta pandemia además, ver la fragilidad de los medios y redes sociales, desnuda la arrogancia que ha invadido con la pretensión de ser los grandes informadores y formadores de opinión. Volviendo a los pensamientos del escritor peruano, el espectáculo suplantó a la verdad, el sensacionalismo sepultó a la objetividad en busca del rating. Se ha olvidado la ética, en beneficio de cortas visiones utilitarias.
Debemos volver a la humildad, a la austeridad, a la honradez, restaurando el sentido común para rechazar esa obsesión que nos ha hecho creer que el hombre estaba en camino de convertirse en Dios.
La pandemia es una lección durísima para esta sociedad agobiada por la prisa, el inmediatismo que ha suplantado las ideas, por el espectáculo. Debemos de manera urgente rescatar la solidaridad, la sensibilidad, la creatividad, imitando a aquellos que construyen en medio de la tormenta para valorar la persona como parte de la familia y la sociedad, en el tiempo, el trabajo y las relaciones con los demás.
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