Así como nuestra mente no tiene la capacidad para dimensionar la vastedad inconmensurable del universo, tal vez no conseguimos ahora mismo dar sentido a estos pocos días que hemos pasado confinados en casa, sabiendo que aún vendrán muchos más. Quedarse en casa en otras circunstancias es un premio, pero estar forzados a guardarnos supone experimentar algo de un horror indefinible. Y es que está en vilo todo el barrio, toda la ciudad, todo el país, todo el continente y los otros continentes. El mundo entero se presenta como un lugar hostil y extraño en el cual no hay cómo andar por la calle libremente.
Qué difícil escribir una columna de opinión cuando desconocemos qué noticias más alarmantes nos traerá exponencialmente el día de mañana. ¿Qué necesitamos en verdad para este tiempo? ¿Qué dice de nosotros aquello de lo que nos abastecimos en los momentos previos a la cuarentena: ¿enlatados?, ¿bebidas?, ¿paciencia –dónde se compra eso–?, ¿dinero en efectivo?, ¿pañales?, ¿dulces?, ¿agua?, ¿papel higiénico?, ¿libros? Me he enterado de que muchos adquirieron rompecabezas para que las horas domésticas no fueran tan largas ni aburridas. Y entonces hallé, con la ayuda de un novelista, una posible conexión entre lo que sucede al estar en casa y los rompecabezas.
El escritor francés Georges Perec (1936-1982) publicó en 1978 la novela La vida instrucciones de uso: la anécdota principal consiste en imaginar un edificio en París cuya fachada ha desaparecido, es decir, nos permite ver todo lo que sucede en cada cuarto, desde el sótano hasta los pisos más altos. “Todo el libro se ha construido como una casa en la que las habitaciones se unen unas a otras siguiendo la técnica del puzzle”, escribe Perec en el preámbulo. La novela cuenta quiénes son y qué hacen los residentes de ese inmueble, en el que hay un personaje que ha hecho girar su vida alrededor de los rompecabezas.
¿Qué estará pasando en la casa de cada uno? ¿Habrá quienes sientan este encierro como una tortura? ¿O quienes, en lugar de permanecer en esa casa, querrían hallarse, a lo mejor, en otra casa? ¿Este confinamiento favorecerá la unión familiar, como ciertos mensajes en las redes sociales quieren que pase, o hará de algunas convivencias penosas zonas de guerra? ¿Es efectivo el teletrabajo? ¿Descubrirán algo más los padres de sus hijos y viceversa? ¿Cómo saldremos todos cuando esta espera finalice? ¿Fortalecidos, serenos, con lecciones duramente asimiladas? ¿O pasaremos la página sin haber aprendido nada interiormente?
Nos hemos dado de bruces con lo real de nuestra fragilidad como individuos y como sociedad: nada somos cuando la especie está amenazada en semejante escala en unas urbes que deberían ya haberse vuelto pueblos fantasmas. No logro sopesar cómo es la tremenda responsabilidad de decidir por los otros en estos momentos, pero alcanzo a vislumbrar que tomar conciencia de nuestra pequeñez e inutilidad debería convertirnos en una comunidad mejor, en la que se obedezcan las leyes, en la que se muestre respeto por la vida de los otros. ¿Qué rompecabezas está armando cada uno de nosotros en la casa de nuestro encierro?
Texto original publicado en Diario El Universo
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