Como lo atestiguan los siglos pasados, la muerte de muchos individuos ha estado conectada con los intereses de algunos políticos. No ha sido la política únicamente el espacio en el que se dirimen las diferentes visiones con respecto al gobierno de la sociedad, sino también un lugar de poder desde el cual se ha decidido la eliminación física de incómodos rivales o enemigos declarados. Los crímenes políticos representan el fracaso mismo de la política, que suponemos una actividad dialogante y constructiva que nos enrumba colectivamente hacia el bien común. Pero con frecuencia la realidad hace estallar los conceptos.
Está circulando el libro de varios autores, editado por el historiador Enrique Ayala Mora, Los muertos de la política: crímenes políticos en el Ecuador, 1960-2018 (Quito, Dinediciones & Universidad Andina Simón Bolívar, 2019), en el que llama poderosamente la atención el estudio de Mariana Neira, “Crímenes en la década correísta”, porque destaca numerosos asesinatos que no se explican sino como crímenes políticos: el de Carlos Navarrete, quien denunció que el Estado ecuatoriano abusaba de su poder para despojarlo del diario El Telégrafo; el del periodista radial César Raúl Rodríguez Coronel, crítico del gobierno, baleado en la calle…
El del profesor bilingüe Bosco Wisuma; el de Elizabeth Chancay, la viuda de Quinto Pazmiño (quien grabó los “Pativideos”), un año después de la muerte de su marido, por paro cardiaco; los de soldados, policías y civiles del 30-S que “fueron la consecuencia de una manifestación institucional que cruzó ese límite y se convirtió en una pequeña guerra civil: militares asesinando a policías, policías a militares y estos a civiles. Todo por la irresponsable provocación del presidente Correa que terminó victimizándose y fraguando la historia de un ‘intento de golpe de Estado blando’”; el del general Jorge Gabela, que objetó la compra de los helicópteros Dhruv…
El del abogado Wellington Alcívar, quien denunció que el cartel de Sinaloa había reclutado a jueces, fiscales y policías; el del fotoperiodista Byron Baldeón, quien descubrió el robo de un contenedor que vinculó a miembros de la Policía; el del periodista Fausto Valdiviezo, quien contradijo la reorganización de un canal de televisión incautado –del que se beneficiaron Gutemberg Vera, Fernando Alvarado y Carlos Coello– y enfrentó a Rafael Correa frontalmente; el del narcotraficante Óscar Caranqui, quien preparaba un libro con denuncias en contra de altos funcionarios mientras José Serrano era ministro del Interior…
Los de varios líderes comunitarios defensores del pueblo shuar; el de Jean Paul Flores, el químico que contaminó con droga la valija diplomática mientras Ricardo Patiño era canciller; el sospechoso estrellamiento de María Fernanda Luzuriaga, presidenta de Cofiec, que siguió la demanda al argentino Duzac para que pagara la deuda vencida… Neira es contundente: “Hay dos situaciones muy notorias detrás de estos asesinatos: el conflicto previo de las víctimas con el Gobierno por sus denuncias de corrupción o reclamos de derechos; y la defensa personal, pública, apasionada, del mismo presidente Correa, a los funcionarios denunciados”. Este libro es el documento de terror de la política que practicó el correísmo.
Texto original publicado en Diario El Universo
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