El 13 de septiembre de 2019, la presidencia de la Corte Constitucional recusó al juez Ramiro Ávila Santamaría del caso de control constitucional sobre la propuesta de consulta popular respecto a la explotación minera en la provincia del Azuay. Los argumentos sostenidos para aceptar la recusación contra el magistrado Ávila provocan serias preocupaciones, tanto sobre la manera en que se desarrolló dicho proceso, como respecto al mensaje que trasmite esta resolución para la academia:
Los artículos 175 y 176 de la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional determinan como causal de excusa y recusación el interés directo o indirecto que pueda tener el juez constitucional en una causa. El juez Salgado aceptó la recusación contra el magistrado Ávila, al determinar que el mismo tiene un interés indirecto en la propuesta de consulta.
La resolución de recusación en la causa No. 9-19-CP adolece de un gravísimo error en cuanto al manejo del principio de la carga de la prueba y afecta los derechos de seguridad jurídica y defensa, pues mientras por una parte se argumenta en el texto que la imparcialidad de los jueces se presume (ver párrafos 27, 32, 33 y 34), lo que implica que el interviniente que recusa al juez en una causa debe probar de forma contundente la existencia de un interés directo o indirecto en la misma, por otra se señala que el juez Ávila, no logra desvirtuar que no tiene dicho interés, así se observa en la resolución:
“85. La prueba presentada por el juez constitucional no brinda elementos para desvanecer lo expresado previamente, pues se trata de una certificación de la Secretaría General respecto de si el juez constitucional ha presentado, desde que ejerce tal condición, alguna acción o un amicus curiae, que no prueba la ausencia de interés indirecto. Tampoco lo hace la copia simple del dictamen 2-19-CP/19.”
Con esta consideración del juez Salgado en la resolución de recusación se invierte en forma indebida la carga de la prueba sobre la imparcialidad de un juez constitucional, y se sienta un mal precedente sobre el accionar de los jueces constitucionales basando intereses en las causas solo tomando como “prueba” su pasado académico, pues en lo sucesivo serán ellos quienes estén en la obligación de demostrar en casi cualquier causa que no tienen interés en la misma.
En relación con la causal que determinó la recusación del magistrado Ávila, cabe mencionar que en el sistema jurídico ecuatoriano no existe una definición de lo que se debe entender por interés indirecto. En la resolución, el juez Salgado aborda de manera ambigua este término y no establece parámetros claros para su aplicación en casos concretos. Más bien, lo que hace es confundir y concentrarse en la definición de lo que él entiende por “criterios académicos”.
En ese sentido, uno de los problemas centrales de la resolución del juez yace en que su justificación argumentativa se asienta en su juicio subjetivo sobre lo que constituiría un trabajo “académico-científico” y aquello que debería entenderse como una postura “valorativa-subjetiva”. Dicha contraposición que a primera vista podría parecer obvia, está lejos de serlo. El procedimiento argumentativo de la resolución es por tanto problemático en más de un sentido. En primer lugar, estamos ante una serie de falsas bifurcaciones conceptuales. Para empezar, la resolución presenta dos opciones que definirían un trabajo científico: algo que carece de interpretaciones subjetivas o valorativas. Por implicación lógica, cualquier asunto perteneciente al campo de las ciencias sociales, las humanidades o el derecho quedaría en sospecha de no ser ni científico, ni académico, ya que en estos campos, por su propia naturaleza, es muy común encontrar asuntos de tipo valorativo y en menor grado subjetivo. Un ejemplo muy ilustrativo son los estudios sobre democracia. La mayoría de estudios sobre democracia, implícita o explícitamente la valoran como un sistema político superior a otros, sin que esto se pueda demostrar científicamente como se probaría una constante física o una realidad biológica. Esto, por supuesto, no significa que los trabajos académico-científicos sobre democracia dejen de serlo por ser también valorativos.
La segunda falsa bifurcación la encontramos en la forma en que se asocian, mediante el uso del guión medio, lo valorativo y lo subjetivo. No todo lo valorativo es necesariamente, epistemológicamente subjetivista. Los métodos más rigurosos en el derecho, así como en las ciencias sociales, no pueden asegurar una total desaparición de aspectos subjetivos, pero si reducirlos al punto en que los resultados de su producción intelectual puedan considerarse científicas. Sobre este tema existe una amplísima literatura a nivel nacional e internacional.
Ergo, la resolución carece de una base argumentativa fundamentada en la epistemología del derecho o de la ciencia como para decidir lo que constituiría un verdadero trabajo científico o académico. Es más, la resolución del juez sentaría un precedente nefasto al tomar postura sobre un tema que, en primer lugar, no es parte de este caso (la cientificidad o no de un trabajo escrito), y al poner en duda todo trabajo académico que no tenga el signo de “científico” sin que este concepto y sus supuestos antónimos (valorativo y subjetivo) hayan sido definidos, acotados o aclarados. Por tanto, las controversias filosóficas sobre qué constituye un ejercicio científico no pueden dirimirse en una corte. El medio adecuado para este tipo de polémica es la comunidad académica. En efecto, esta última se entiende como una sociedad cuyo propósito explícito es el de crear y mantener los criterios y procedimientos para evaluar cuándo un argumento debe o no considerarse como científico. Una corte, por alta que sea, no puede pretender que el orden político mantenido por el Estado se extienda también al campo del conocimiento; es más, la separación de esos dominios es una condición fundamental de la democracia.
Siguiendo esta línea argumentativa, la libertad académica es un derecho fundamental de las instituciones de educación superior y de quienes la integran. Conforme lo ha señalado James, Director del Centro de Estudios en Libertad de Expresión de la Facultad de Comunicaciones y Diseño de la Universidad Ryerson (Canadá), teniendo como base la Recomendación de la UNESCO relativa a la condición del personal docente de la enseñanza superior, esta libertad está constituida por cuatro elementos: “la libertad de enseñar, la libertad de investigar, la libertad de expresión en el recinto universitario y la libertad de expresión fuera de éste”.[1]
Por lo tanto, un elemento básico e integrador de la libertad académica está en la libertad que deben tener los docentes para difundir sus líneas de pensamiento y reflexión, las cuales no se restringen al aula, sino que se amplían a la sociedad, en el cumplimiento del rol que toda universidad debe tener de vínculo con la colectividad.
El respeto a la libertad académica se articula entonces con el de libertad de expresión y se traduce en la garantía de que quienes ejercen la docencia, en el marco de la ética y el respeto a los estándares internacionales de derechos humanos, puedan emitir su pensamiento y líneas de reflexión a través de la cátedra, libros, ponencias, entrevistas y cualquier forma de intervención pública, y de que no puedan ser objeto de injerencias o censura institucional por la misma.
Las libertades académicas permiten además que el personal docente participe en los debates políticos, pues la academia propicia el foro y el debate público, el cual se enriquece por la diferencia de criterios y posiciones. Quienes la ejercen deben contar con la garantía de que sus expresiones no van a ser objeto de limitación o censura, actual o futura, por no estar alineadas a una determinada posición gubernamental, institucional o instancias privadas con poder.
A partir del ejercicio de la libertad académica, los docentes latinoamericanos han forjado trayectorias, líneas de pensamiento y de acción comprometidas con el cambio social. Sus acciones y actuaciones en la medida que están articuladas a sus líneas de investigación, son académicas y no pueden ser objeto de calificaciones por entidades gubernamentales. Por tanto, en el marco del respeto a la libertad académica, la determinación de una producción académica es una atribución específica de la academia, bajo las formas y procedimientos de la misma, y en un estado democrático las instituciones gubernamentales y sus autoridades deben abstenerse de limitarla, so pena de configurar actos de censura, prohibidos en un estado democrático.
En ese sentido, la decisión adoptada por el Presidente de la Corte Constitucional, conlleva una limitación a la libertad académica, en la medida que entra a analizar la producción y posicionamiento de un juez constitucional, retomando frases y opiniones que se emitieron cuando ejercía la academia y que están plasmadas en su producción y en los posicionamientos que adoptó en ejercicio de su libertad académica. Todos ellos además están sustentados en análisis previos que no pueden ser descontextualizados, pues se inscriben en una línea de pensamiento reconocido por la comunidad jurídica nacional e internacional de derechos humanos, y que por tanto no puede ser censurados, sino valorados en la medida que da cuenta de su contribución al debate público y garantizan el respeto a la diversidad de posiciones, elemento fundamental de una sociedad democrática.
Además, cabe considerar que en el marco de los principios de Bangalore sobre conducta judicial “Los valores, la filosofía o las creencias personales de un juez acerca del derecho no pueden considerarse predisposición. El hecho de que un juez tenga una opinión general acerca de la materia jurídica o social directamente relacionada con la causa no lo descalifica para ejercer el cargo”. [2]
Pero más allá del caso concreto bajo análisis, la decisión conlleva una afectación preocupante al colectivo de jueces y docentes universitarios de Ecuador en la medida que un juez constitucional ha entrado a calificar lo que se considera producción académica o no, promoviendo de esta manera un proceso de censura estatal con efectos para el ejercicio de la docencia autónoma y el potencial ejercicio profesional de la judicatura o sus relaciones con ella.
Esta posición riñe con lo dispuesto en la Constitución de la República del Ecuador (art. 355), los estándares internacionales de derechos humanos sobre libertad de expresión, libertad e independencia judicial y educación, así como los contenidos de la Ley de Educación Superior, (art. 6) que garantizan expresamente la libertad de expresión, la autonomía universitaria, la libertad académica, en el marco efectivo del derecho a una educación laica libre de toda forma de imposición, la cual no se puede ejercer sino conlleva la protección efectiva de los anteriores.[3]
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