No es nuevo, pero el alien de la llamada corrupción se ha desbordado en varios países de América Latina. Sobre todo, llama la atención en aquellos gobiernos que asumieron la versión del socialismo del siglo XXI, y que se presentaban como críticos del capitalismo. También se han destapado algunos escándalos en regímenes de “centro” y “derecha”. Lo que ha surgido como diferente es que las ideologías políticas han quedado gravemente heridas: No solo no han servido para orientar un programa de gobierno, sino que tampoco han podido recubrir, ocultar y menos limitar, prácticas perversas, muy vinculadas a lo que Carlos Marx denominó “el fetichismo de la mercancía” del capitalismo.
En realidad, tal como escribía el poeta español del s. XVIII, Francisco Quevedo: “Letrilla Satírica: Poderoso caballero / Es don Dinero. / Madre, yo al oro me humillo: / El es mi amante y mi amado / Pues de puro enamorado / Hace todo cuanto quiero, / Poderoso caballero / Es don Dinero” …
Este “poderoso caballero” ha sido elevado al objeto fetiche prínceps, que a su vez permite adquirir otros objetos de consumo fetiches, que se articulan, en un segundo momento, al ideal generalizado –que degrada el vínculo social– en el discurso capitalista hipermoderno: ser un gran consumidor, y por qué no, a la política hipermoderna del goce desbocado del poder.
Aquí, el “discurso” se entiende como un modo de tramitar el goce (satisfacción) del ser hablante, es una manera de satisfacción de sus pulsiones y que incluye una imposibilidad en la estructura. Opera tanto en el sujeto como en el Otro social, como elementos que ocupan unos determinados lugares que se relacionan entre ellos, lo cual implicaría determinado vínculo social. Pero ¿ocurre así en el discurso capitalista?
Tomando la hipótesis de Jacques Alain Miller, propuesta en el IV Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) en 2004, Comandatuba, Brasil, en el lugar del agente, del primero que interviene, del que comanda, se encuentra el objeto de consumo. Este se impone al sujeto, actualmente desorientado, para ofertarle atravesar sus límites ya establecidos, publicitando o imponiendo el dominio de una serie de significantes o palabras para que el sujeto produzca (“¡compra ya!”, “hacerse rico”, “ser competidor”, “eficiente”, “si no tienes tal aparato o tal ropa no eres nadie”, “evaluación estadística para todo”, y muchos más). En este trayecto el sujeto obtendrá un saber relativista, que puede ser verdadero o falso, no importa.
Este camino constituye una circularidad cerrada donde se descarta la imposibilidad, que puede posibilitar algo inventivo y diferente para vincularse. Así, el ciudadano se deshumaniza dejando de lado el vínculo social, sobre todo el amor, que constituye un tipo de respuesta a ese imposible estructural de la no relación entre los sexos –no hay correspondencia ni complementariedad sexual–. Por tanto, implica un goce solitario y autista, e invasión de la angustia.
Como una anticipación al “mundo líquido” de Zigmund Bauman, Carl Marx escribió en el Manifiesto Comunista (¡1872!): “La época burguesa se distingue de todas las demás por su permanente transformación de la producción, por la constante sacudida de todas las circunstancias sociales, por una inseguridad y movimiento eternos. Todas las relaciones fijas y oxidadas, con su séquito de ideas y conceptos respetados desde hace largo tiempo, se disuelven; todas las nuevas envejecen antes de que puedan siquiera osificarse. Todo lo estamental y lo establecido se evapora, todo lo sagrado se profana, y las personas acaban viéndose obligadas a contemplar su posición en la vida y sus relaciones recíprocas con ojos desapasionados” [1]. La última aseveración no viene de suyo, en tanto que el sujeto más bien está obnubilado y confundido por la incertidumbre que produce la vorágine de los dominantes objetos de consumo mudos.
Luego Freud detectó las falencias epocales de la función paterna, ordenadora de la subjetividad, y Jacques Lacan anunció su caída del pedestal y su proliferación en la pluralidad de versiones del padre –como la corru(padre)versión–, lo cual se traduce en una diversidad de anudamientos subjetivos. De hecho, la perversión es otra versión de un padre impotente. Es un imposible pensar que el desorden del mundo actual puede corregirse retornando al ordenamiento antiguo. Por el contrario, la puerta de la invención está abierta a cualquiera.
Se supone que el invento del neoliberalismo implica una concepción del sujeto que apunta a que el discurso capitalista hipermoderno funcione de mejor manera. Esta impostura se fundamenta en el llamado “Darwinismo social” de Herbert Spencer (los indigentes se lo merecen, ningún apoyo social) por el cual se produce una “selección natural” de los más aptos para la operación del sistema, lo que implica la competencia extrema entre individuos.
Siguiendo la tónica neoliberal, la solidaridad y demandas de justicia social constituyen un obstáculo, no una virtud, que interfieren con las “leyes naturales” –como las del mercado, ese miasma poco descifrable –, pero que en realidad son elucubraciones del lenguaje, el cual es más bien es antinatural.
El neoliberalismo se apoya en varios pensadores: En Thomas Hobbes, que declaró “la guerra de todos contra todos” y que “el hombre es lobo para el hombre”; en Lutero, afirmando que el sujeto debe someterse a la ley divina sin contemplaciones; en el puritano Juan Calvino que promovía la “predestinación” meritocrática o pro-fe-sional. Según Max Weber, el puritanismo protestante fue decisivo en la rápida construcción del capitalismo norteamericano desde sus inicios en las 13 colonias.
El grupo de los iluminados de la puritana Sociedad neoliberal de Mont Pelerin del s. XX, propuso un capitalismo sin trabas, en beneficio de los héroes naturales que son los ricos y poderosos, y en detrimento de los demás, condenados a su desmerecimiento. Tal opción puede precipitarse hacia lo que denunciaba Hannah Arendt: la glorificación de la banalidad del mal extremo del sujeto. La satisfacción individualista del divinizado goce del Uno es lo único aceptable. Tolerar el goce de los otros se esgrime como indeseable.
Sigmund Freud ya planteó que no es que nazcamos buenos o malos, no hay naturaleza humana, sino que en la medida que somos seres hablantes, no podemos escaparnos a la pulsión de muerte, la cual solo puede ser cernida desde una posición ética. Jacques Lacan la nombró como el goce, un exceso de satisfacción, que también opera como superyó, como un deber ser absoluto que produce satisfacción en el sufrimiento. Intuyendo esta paradoja, el capitalismo promete la felicidad con el “deber ser” del consumo y así evitar el sufrimiento, pero en realidad se produce la felicidad en el sufrimiento, acompañado de una angustia inquietante.
Otra manera de saber hacer con ese goce, depende de una decisión ética de cada uno, que puede pasar por la sublimación, y en algunos casos hablando al psicoanalista.
Desde la otra supuesta trinchera encontramos a todas las variantes de socialismo e izquierdismo. Sin embargo, hay diferencias entre los socialismos del siglo XX y los del XXI. Los primeros, no solo que accedían al poder mediante insurrecciones armadas o guerras civiles, sino que además los nuevos gobernantes no tenían la propiedad de los vehículos, casas, etc., ya que eran del Estado. Es decir, usufructuaban de los privilegios de ser los protagonistas de la “planificación centralizada” estatal de la producción y la distribución (“El que reparte, se queda con la mejor parte”) que, supuestamente, iba a sustituir al capitalismo estatizando la “propiedad de los medios de producción”.
El postulado es que, al estatizar la plusvalía, este excedente podría ser socializado, bajo la administración de los sabios del partido comunista único. Esto implicaba, políticamente, la eliminación del Estado de derecho republicano-democrático (“burgués”) y su sustitución por la “dictadura del proletariado”, cuyo soporte sería una suerte de “democracia obrero-campesina”, que excluiría a las otras clases sociales, y que transformaría la “sociedad” hacia el comunismo sin clases sociales. En la práctica, la llamada “democracia de los soviets” tuvo una existencia efímera, y fue sustituida por la dictadura de una burocracia socialista que, según León Trotsky, utilizaba métodos fascistas. Y no hay “Estado socialista” que no sea una dictadura burocrática.
Jacques Lacan, cuando habló sobre el discurso universitario, lo ilustró refiriéndose a estas burocracias socialistas. En definitiva, el partido comunista era el portador del saber científico social cuyo deber era “concientizar” o educar a los trabajadores para que cumplan responsablemente con su rol histórico de constructores del comunismo, siendo los elegidos para implementar una distribución equitativa de los goces, lo cual es una utopía imposible. Tal operación oculta el hecho que detrás se encuentran los significantes amos ideológicos que dominan, encarnados en una burocracia estatal. Esos líderes se presentan como amos del saber, de la verdad, los salvadores, y la población infantilizada es forzada a aceptarlos, o en el mejor de los casos, seducida con la parafernalia propagandista que incita al “odio de clase” y promueve el “culto de la personalidad”.
Después de la “caída del muro de Berlín” en 1989, y sus consecuencias devastadoras para las burocracias socialistas, los izquierdistas del siglo XXI –por lo menos en América Latina– han modificado algunos paradigmas. Retoman algunos ideales de la revolución francesa como la “justicia social”, pero ya no les interesa eliminar el capitalismo, solamente establecer un “capitalismo estatal”, limitándose a declararse en oposición al neoliberalismo, sin ir más allá. Ya no se trata de las desprestigiadas insurrecciones armadas para tomar el poder, sino de la táctica de candidatearse para las elecciones democráticas haciendo uso de una retórica populista. Una vez en el poder, buscan transformar los sistemas legales y manipularlos para mantenerse gobernando ad infinitum, y así “garantizar el proyecto político”, lo cual desliza inevitablemente estos regímenes hacia dictaduras totalitarias, destruyendo el estado de derecho democrático. Aprovecharon muy bien el descontento producido por las tímidas políticas neoliberales previas y del dominio político decadente de una “partidocracia” ineficaz, que se repartía el Estado a modo de un jugoso botín político y económico.
Sin embargo, algunos de estos gobernantes de izquierda utilizan los vínculos con varios grandes poderes económicos capitalistas, para una apropiación privada ilegal de los recursos del Estado. Hay casos extremos en que tales alianzas han formado redes que jurídicamente se les denomina “crimen organizado”, graficado en la serie de Netflix El mecanismo. Su crítica histérica al capitalismo en un periodo anterior, se convirtió, de la peor forma, en aquello que tanto cuestionaban. Se mostró y se promovió, en el escenario político, la envidia pasional hacia las “oligarquías”, que ostentaban una supuesta completud con sus objetos. “¡Ahora me toca a mí!”, parecería ser la clarinada después de haber accedido a las alturas del poder. En cuanto a las políticas públicas, hay el sospechoso despilfarro por doquier con las consecuencias de la decadencia económica, la “socialización de la pobreza” y la angustia en la población.
“Hacerse rico”, a como dé lugar, es un significante amo neoliberal, un ideal de la época que ha sido tomado por muchos izquierdistas en el poder, pasando del énfasis en las “políticas estatales y públicas”, a la “apropiación privada individual de los recursos públicos”. Pareciera que, con los escándalos de corrupción de estos regímenes, algunos gobernantes socialistas se convierten en una versión suigéneris de un neoliberalismo extremo, fetichizando el dinero. “Tener o no tener”, he allí el dilema. Sin embargo, resulta una ilusión pensar que “se tiene dinero”, equiparado a la ilusión de que “tengo un cuerpo”. La especularidad infantil insiste que, si el otro tiene, yo también quiero tener: fue la traducción de la bienaventurada “justicia social”, por doquier.
Lacan señalaba que el rico –y sobre todo el nuevo rico– siempre tiene que volver a comprar para redimirse, para no perder, ya que no paga con su goce lo que compra ni lo que debe. Es una contabilidad donde no hay números rojos, no se rinden cuentas ni hay castigo (siempre se declaran inocentes impolutos). El que no es rico sí paga con su goce para comprar, porque pierde, y le cuesta en sufrimiento y trabajo, de lo contrario enfrentará un castigo.
El dinero, convertido en un Dios terrible, sin ningún sentido ni significación, un significante puro digitalizado, pixeles sin fundamento en un patrón oro, se acumula en grotescas cantidades. Es el endiosamiento de la cifra, del número. Dinero proviene del latín Dinarius, que se refiere a la cantidad de “diez”, ¿se diezma al Estado? En griego dracma, refiere a “agarrar” un puñado de seis óbolos. Pero, como señalaba Jacques Alain Miller, si se cree que el dinero “agarra” algo, este no cesa de escribirse en el mercado y tiene efectos reales. Una cosa es ganar dinero para vivir y otra es vivir para el dinero.
Es curioso, porque las matemáticas parten de conceptos, no de los números. Hay todo tipo de números, menos los “simbólicos”, ya que lo simbólico produce significación. Allí hay un agujero. ¿Esta fetichización del dinero no es un intento fallido de taponar el agujero de aquello que no funciona en las relaciones entre los seres hablantes, de la falta de complementariedad de los goces de cada uno? ¿Tanto fracasa que hasta se topan con las dificultades de esconder al “poderoso caballero” y no poder usufrutuar tranquilamente de los bienes que podrían adquirir? ¿La ley tendrá la última palabra?
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