De los poetas reconocidos como la “Generación decapitada”, Medardo Ángel Silva se lleva el mérito de ser el más icónico. A pesar de que es probable que el primer centenario de Medardo Ángel Silva signifique más para los guayaquileños porque su obra tiene una poderosa raigambre localista, el Ecuador está de fiesta. Y es que si de permanencia cultural se trata, es su obra la que ha sido más ágilmente adaptada y difundida, trascendiendo las páginas para convertirse en música, ilustración y productos audiovisuales que resuenan aun un siglo luego de su muerte. Es innegable que uno de los motivos detrás de este hecho es su biografía, la cual -sin importar desde qué enfoque se la lea- apela al interés del espíritu humano: es una historia de superación, de amor imposible, de rebeldía e ingenio.
Es la obstinación icónica de vestir chaqueta negra de casimir, sombrero de fieltro, pantalones de rayas, corbata derecha y quevedos -sin aumento- en una ciudad en la que estar a 25º Celsius es la regla y el sol brilla intensamente la mayoría del año. Medardo Ángel Silva es un firme referente visual de lo que es ser poeta, pero dicho reconocimiento es el resultado de un performance más que de la realidad. Consciente de este juego de apariencias, Silva publicó en 1918 una irónica caricatura en la revista Patria. Titulada “¿Quiere Ud. ser poeta modernista?”, en la cual detalla una lista de nueve reglas para ser parte de este movimiento: dos de ellas son atributos físicos mientras que las restantes siete se relacionan con actitudes y acciones sociales (presentarse como raro, inyectarse opio o fumar morfina, incluir en sus poemas una sonata de Chopin y un cisne).
Ya sea por afinidad espiritual o por inteligencia marquetera, su figura pública se proyecta como la del poeta bohemio, aunque Silva se alejaba de dicho estereotipo tanto por raza como por su nivel socioeconómico, dos factores que lo obligan a trabajar para subsistir, diferenciándolo del resto de poetas de la aristocracia criolla que conformaron la “Generación decapitada”. Él, un “Apolo vaciado en ébano” según Pino de Ycaza, logra tener presencia cultural en Guayaquil a través de su trabajo en el diario El Telégrafo, al cual accede en 1915 por su habilidad literaria pero en el que triunfa por su capital cultural y social de origen autodidacta.
Para Medardo Ángel Silva, su escritura no fue únicamente una manifestación estética del spleen de la corriente modernista a la que se adscribió, sino que fue su medio de vida. La actitud evasiva relacionada con el Modernismo choca con su oficio periodístico: desde sus crónicas y artículos, el joven escritor cubre eventos culturales y sociales, redacta críticas de libros, películas y espectáculos, navega con ojos críticos por la ciudad de Guayaquil evidenciando el lado oscuro del progreso prometido a inicios del siglo XX pero que, desafortunadamente, no alcanza para todos y desplaza la miseria a los márgenes.
Trabajar en El Telégrafo implicó para el poeta gran exposición. Por una parte, fue el delegado del diario en eventos de todo tipo. Abel Romeo Castillo, hijo del director del diario, menciona que cuando Silva aparecía en el Club social se volvía la figura central de la velada tanto para las mujeres que le pedían autógrafos y poemas, como para los hombres que trabajaban en el espacio. Por otra parte, impulsó la exposición de sus obras. Romeo Castillo alumbra la magnitud de la difusión: “De 1917 en adelante, el prestigio personal de Medardo Ángel Silva va solidificándose. Ya no hay revista nacional de prestigio, ni suplemento literario de periódico que no publique un poema suyo”.
Conocido es el hecho de que el mismo Silva incineró gran parte del modesto tiraje de 100 ejemplares de su libro de poemas El árbol del bien y el mal (1918) al enterarse de sus nulas ventas. Si el destino literario de Silva hubiese dependido únicamente de su producción editorial, es posible que ya lo hubiéramos olvidado. En primera instancia, fue su paso por El Telégrafo el que le permitió sobrevivir a través del tiempo.
Personalmente, pude ser testigo de esta vitalidad: cuando desde Literatura UCSG organizamos un evento el 11 de enero para empezar las conmemoraciones de su centenario de muerte, la acogida fue sorprendente. El evento estaba programado para empezar un viernes a las 17h30. Llovía. Todo indicaba que muchas de las 40 sillas de Microteatro GYE iban a sobrar, al igual que una que otra botella de vino compradas para la ocasión. El evento ofrecía una conservatorio entre Cecilia Ansaldo y Fernando Balseca, una copa de vino y un show de jazz. Pero a las 17h25 nos tocó cerrar las puertas porque la acogida fue masiva. Más de 112 personas de entre 85 y 20 años se dieron cita, con o sin silla, para escuchar este diálogo sobre el niño poeta.
En segunda instancia, su gran difusión se debe a la versatilidad de su obra, la cual apela a nuestra humanidad y logra puntos de contacto a pesar del paso de tiempo. El desamor, la nostalgia, el hastío, la inconformidad y el dolor que emanan de sus versos; el asombro y la crítica que destilan sus crónicas; los revuelos amorosos o trágicos de sus narrativa, vibran en sintonía con la experiencia humana aunque estemos en 2019 y el cuerpo del poeta esté hace mucho desintegrado.
Cuando la literatura logra tocar estas fibras personales y universales a la vez, no tiene fecha de caducidad, sino que se transforma y en esta era de narraciones transmedia, es improbable que desfallezca y es posible que gane nuevos adeptos que lleguen a él por otros medios que se alejan de la palabra escrita, pero no de su obra.
No obstante, desde lo literario e identitario, como país tenemos varias deudas con Medardo Ángel Silva. En palabras de Fernando Balseca, existe la necesidad de editar y publicar una antología crítica y cuidada de su obra, donde se recopile en su totalidad y de forma sistemática toda la producción de Silva.
Por otro lado, es necesario propiciar un estudio más riguroso y mayor de su obra. En los estudios internacionales de la literatura Silva no figura como un exponente del Modernismo, lo cual se debe parcialmente a lo tardío de su obra, y parcialmente a que la cierta crítica se ha enfocado en el ícono del personaje y no ha profundizado en la exquisitez del de su lenguaje, en la musicalidad de sus poemas, la cadencia de los versos, el impacto sonoro de las palabras que elige y que siguen vivos 100 años después de su muerte.
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