Llevo más de cuatro años en Ecuador, y si hay algo que celebro cada día de mi estancia aquí es la oportunidad que este país me da de convivir e intercambiar en una sociedad diversa que reconoce la plurinacionalidad y los valores ecocéntricos de las cosmovisiones ancestrales como algo positivo y digno de protección. No obstante, eso no significa que las voces de las mujeres indígenas sean fácilmente escuchadas. Ecuador es también una sociedad con una sólida estructura patriarcal en la que los múltiples mecanismos de discriminación que históricamente han excluido a las mujeres y a las poblaciones nativas son todavía percibidos por estas como barreras en sus vidas y en el desarrollo de sus luchas sociales y políticas.
Vivimos asimismo un tiempo de cambios acelerados y ruido mediático que no facilita la escucha, mucho menos de quienes hablan desde los márgenes del poder. Este aspecto hace que lo que entendemos por desarrollo se presente ante muchos colectivos como una imposición que además a menudo conlleva un empeoramiento de la propia calidad de la vida. El desarrollo entendido como crecimiento económico o progreso a través de la tecnología contiene un modo particular de entender la vida, que se construye y extiende en el proceso de industrialización occidental, y que normaliza inevitablemente una visión instrumental y cosificada de la naturaleza, lo que a su vez produce una serie de problemas sociales de los que ahora empezamos a ser conscientes. La ruptura del equilibrio entre el ser humano y la naturaleza no solo representa un estilo de vida acorde con un tiempo histórico particular, es también un riesgo potencial para toda la humanidad y para los millones de especies diversas que habitan este planeta con nosotros.
En Ecuador, a pesar de tener una Constitución que hace mención expresa a los derechos de la naturaleza o Pacha Mama, este problema también está presente. En este contexto hemos visto cómo las comunidades indígenas han denunciado de forma constante el tratamiento especulativo de sus tierras como factor de empobrecimiento de las sociedades amazónicas, pero también destructor de los principios culturales más básicos que durante miles de años han considerado a la naturaleza el origen y centro de toda su espiritualidad. Recientemente hemos visto a las mujeres Waorani celebrando la victoria judicial de su pueblo contra el Estado ecuatoriano por vulnerar sus derechos frente a la explotación petrolera. De hecho, no nos resulta extraño que las mujeres amazónicas aparezcan como portavoces y protagonistas de la lucha por el territorio y el medio ambiente. Las mujeres indígenas defienden a la Madre Naturaleza con la legitimidad que les da el hecho de considerarse ellas mismas madres y cuidadoras en sus comunidades. Y, cada vez más, también denuncian las violencias que sufren como mujeres en un intento de transformar los elementos patriarcales de sus propias culturas, a partir de sus propios diagnósticos y propuestas.
No puedo concebir un desarrollo sostenible que no tenga en cuenta estas propuestas, recogidas tan originalmente por el feminismo comunitario latinoamericano, ni tenga en cuenta el inmenso valor de las cosmovisiones amazónicas, dentro de las cuales todos los seres vivos somos parte de la misma red de vida interconectada e interdependiente que sustenta la Tierra.
En lo que respecta a la academia, observo el riesgo que corremos de convertirnos en cómplices de ese desarrollo irresponsable e insostenible cuando trabajamos en desconexión con el mundo real. Creo que hoy más que nunca las universidades deben mostrar un compromiso firme cuando se trata de entender y resolver las problemáticas sociales que limitan el desarrollo humano, y en particular, aquellas que afectan globalmente al conjunto de seres vivos, a los que hemos condenado a existir exclusivamente para satisfacer los intereses de nuestra insaciable especie.
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