Agradezco la invitación que me hace Dialoguemos para reflexionar, e invitar a la reflexión, sobre la temática de la “recordación literaria”. Este año se cumple un siglo de la defunción de Medardo Ángel Silva (1898-1919), una de las voces más interesantes de la literatura ecuatoriana del primer tercio del siglo XX. Silva es un talento precoz: poeta, editor, cronista, participa en la vida intelectual del país, como protagonista, antes de cumplir veinte años de edad. Su muerte, en circunstancias aún no esclarecidas, y de forma violenta, acrecienta su mito, y éste crece aún más con la musicalización de uno de sus poemas. “El alma en los labios” se convierte rápidamente en uno de los pasillos emblemáticos del cancionero nacional, asegurando su lugar en el panteón musical ecuatoriano, además, por medio de una versión de Julio Jaramillo.
Recordemos: es 1919, la crisis internacional de los precios del cacao pre anuncia la gran crisis mundial del capitalismo, la primera guerra mundial ha dejado una estela de devastación que presagia una réplica a igual escala. En el Ecuador, el asesinato de Alfaro sigue en primera plana de los periódicos, tres años más tarde, la matanza de obreros en Guayaquil inaugura, en baño de sangre, el sindicalismo moderno y poco después, el levantamiento juliano marca la llegada, para quedarse, de los sectores medios a la política y la administración pública. En el ámbito de nuestra Historia Literaria, un pequeño libro, de autoría del padre Vásconez, publicado en 1921, registra la primera mención de Silva y del modernismo, como presencia reconocible en las letras nacionales. No es sino en 1935 cuando la publicación de la Historia de la Literatura Ecuatoriana, de Isaac J Barrera consagra al modernismo, y a Silva entre otras voces, como una figura trascendente en las letras nacionales. Un momento de canonización posterior tiene lugar en 1943, con el seminal ensayo de Raúl Andrade (En su libro Gobelinos de niebla) “Retablo de una generación decapitada” que fija y da textura a la poesía de Silva, de Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro). Ya para mitad de siglo, de la mano de la modernización del Estado que emprende Galo Plaza, incluyendo el sistema educativo, y pese a una “débil” defensa de la poesía modernista por parte de la entonces poderosa Casa de la Cultura Ecuatoriana (firmemente en manos de una promoción literaria decididamente pos-modernista), la recepción de la obra de Medardo Ángel Silva, y de los demás “decapitados”, se encuentra ya firmemente posicionada tanto en la historia cultural del país, como en su sistema educativo y, adicionalmente, por medio de la industria musical local, en el ámbito de la cultura popular.
Los convulsionados años sesenta y setenta, de la mano de una izquierda militante y de una nueva generación de críticos literarios y de intelectuales, con Agustín Cueva a la cabeza, caracteriza la poesía modernista como una producción “trasnochada”, una trasposición ecuatoriana de modos literarios franceses impostados y a la vez, como una poesía plañidera y sollozante, gestada por vástagos herederos del sistema de haciendas, que lamenta la derrota histórica de su clase social. La reputación del modernismo se asocia de esta manera, en el último tercio del siglo XX, en el ámbito de unos estudios literarios en plena vía de profesionalización, con un modo sociológico de análisis que, en sus mejores momentos integra la expresión literaria al devenir histórico-social y que, en manos de críticos menos capaces que Cueva, convierte al texto literario en simple manifestación de conciencia de clase. Pese a ello, los modernistas, con Silva ahora a la cabeza—su obra empieza ya a situarse en el primer lugar de su promoción artística como la más lograda— continúan apareciendo en los libros de texto.
Paralelamente a estos acontecimientos, Silva ejerce influencia sobre sus lectores, una antología de su obra aparece en París, impulsada por otro modernista y entusiasta de la obra del guayaquileño, el diplomático Gonzalo Zaldumbide; su nombre sirve como denominación de un pequeño parque en Guayaquil a mediados del siglo pasado, su figura y obra se reedita en ediciones de distinta factura, aparecen nuevos estudios académicos en torno al poeta, en 1970, Abel Romeo Castillo escribe una apasionada biografía, se escriben obras de teatro (“Medardo” (versión Punk) de Luis Miguel Campos 1986), además de múltiples estudios, y hasta estudios genealógicos. El nombre del “niño poeta” aparece en las calles de múltiples ciudades de la república, al igual que en varias unidades educativas. En el año 2000, uno de los mejores lectores de Silva, y uno de sus mayores entusiastas, Antonio Rodríguez Vicéns, publica una edición cuidadosa, el resultado de una labor de cariño y rigor titulada Obra poética, en Quito. En el 2014 se anuncia un largometraje de su vida.
Y entonces adviene un giro: a principios de la década de 1990, Guayaquil inicia un proceso denominado “regeneración urbana” que consiste en nada menos que la re-inscripción política completa del territorio urbano del puerto a nombre de la bandera política del partido social-cristiano. El proceso consiste de la sistemática intervención urbanística y de movilidad de la sociedad para asegurar la hegemonía del proyecto político populista y clientelar de León Febres Cordero, inicialmente y luego de su sucesor en la alcaldía de Guayaquil, Jaime Nebot Saadi. En el contexto de este escenario local, que representa, además, el atrincheramiento regional de la derecha política en el Ecuador a fines del siglo pasado, Medardo Ángel Silva se reconstituye como figura; es decir, inicia un mecanismo de cooptación del poeta que lo convierte a la vez en ciudadano representativo de Guayaquil y símbolo de la ciudad. Este procedimiento, que culmina en la publicación, por parte de la Municipalidad de las Obras Completas de Silva en 2004, de la identificación de sus restos mortales en el cementerio patrimonial de la ciudad, el despliegue significativo de su nombre en el nuevo malecón y de la erección de una estatua en el Parque Seminario aporta a la construcción contemporánea del autor de “Aniversario”. Por supuesto que este no es un fenómeno sencillo, ni unívoco, la impredecible naturaleza de la polisemia produce resistencias a la apropiación municipal, aparecen textos como los del antropólogo Hugo Benavides, que reivindica a Silva como sujeto subalterno, como “cholo” y espejo de la experiencia irregular de varias generaciones de guayaquileños.
Presenciamos en este brevísimo, incompleto y detenido recorrido por la historia de la vida póstuma de Medardo Ángel Silva, algo que podemos denominar política de la memoria; es decir, la organización de la memoria colectiva por medio de actores políticos y de los medios por los que se recuerda, registra o descarta el pasado, en este caso, de un autor de literatura.
Desde el fin del siglo xx, hay un interés creciente desde las humanidades y ciencias sociales, sobre cómo tiene lugar la construcción de memoria en distintos lugares, en el contexto de la modernidad tardía; es decir, dentro de una globalización que varios autores definen como interconexión, interdependencia, colapso del tiempo y el espacio, desterritorialización, aceleración, vértigo, simulación o saturación de la experiencia. Así, se hace posible interpretar el boom contemporáneo de la memoria, en la academia al menos, como una respuesta a esta aceleración de la vida contemporánea, el desdibujamiento de la tradición y la desorientación que surge de cara al colapso de la cultura impresa. En el ámbito de la filosofía, tras la estela de la escuela de Frankfurt, el concepto de la memoria aparece como un imperativo categórico que nos exige recordar cada acto de barbarie junto con el sufrimiento de sus víctimas. Los historiadores profesionales, por otro lado, se muestran escépticos ante la memoria, que consideran un mal consejero en la búsqueda de conocimiento objetivo. Otros han visto en la memoria social un mecanismo posible para la falsificación y la utilización abusiva del pasado.
¿Quiénes son ungidos por estos actos (públicos) de recordación y por qué? Y paralelamente, ¿en qué consiste la especificidad de la recordación literaria? ¿Quién rinde honores póstumos y quiénes los merecen? El caso de Silva es ilustrativo, aunque posiblemente atípico, en el caso de celebraciones literarias ecuatorianas puesto que lo que se marca este año no es su natalicio sino su defunción, un momento nada auspicioso y problemático, aunque es cierto que parte del mistique de Silva vaya de la mano de su “suicidio”.
Un ejemplo similar es el centenario de nacimiento de César Dávila Andrade, observado el año pasado, uno de los talentos literarios ecuatorianos de mayor estatura en el siglo XX, en el caso del autor cuencano apenas aparecieron algunos artículos dispersos, no se hicieron ni conmemoraciones en publicaciones significativas, ni ediciones críticas de sus obras, ni conferencias académicas para revalorar el significado de su legado.
Sin la intención de ser exhaustivo en mi apreciación, me atrevería a señalar dos elementos decisivos en la política de la celebración literaria que inciden en la decisión de conmemorar la obra de un autor o de una autora del Ecuador, ambos interrelacionados. El primero consiste en nada menos que la fracturada institucionalidad del Ecuador del siglo XXI, lo segundo el quebranto y la confusión conceptual que caracteriza la política cultural correísta. La inauguración del Ministerio de Cultura al inicio de la presidencia de Rafael Correa marca un punto de inflexión en el ejercicio de administración cultural del Ecuador, un momento en el que la implementación de la interculturalidad—como objetivo— desplaza toda política cultural previa. La historia de la nueva política cultural consiste en el esfuerzo—fallido—de otorgar de forma y contenido a este concepto, envuelto en la retórica de lo decolonial. El discurso “revolucionario” del Ministerio de Cultura, claramente enfrentado a la política cultural que inicia la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1944 intenta dejar atrás la visión bel letrista y compensatoria del conflicto bélico ecuatoriano-peruano de 1941. En contra de la “cultura” definida como la suma de la actividad artística local, marcada por la impronta de lo nacional, y de lo popular, se erige una definición antropológica y culturalista adversarial, a tono con la táctica correísta de antagonizar a la institucionalidad existente. El resultado es una política cultural abiertamente hostil con la expresión artística tradicional (condenada a nombre de prácticas elitistas) e interesada en la “inclusión”.
Dos planes de cultura distintos, y siete ministros más tarde, la “década ganada” de la llamada Revolución Ciudadana arroja como saldo una “política cultural” que desarticula la institucionalidad previa, (de por sí anquilosada y burocratizada) a favor de un orden administrativo distinto y comprometido, clientelarmente, con una “interculturalidad” tan enigmática como mal entendida.
La política de la celebración autoral
La cultura de celebración pública existió en el pasado para proyectar el poder del príncipe hacia el público y para destacar o hacer cumplir ideas de orden universal o de jerarquía trascendental, sobre todo en momentos de malestar social o regional. Así, las celebraciones organizadas ante nacimientos, matrimonios o exequias, implican coreografías populares y entretenimientos que proyectan la imagen de un gobernante benigno e ilustrado. Este es el caso del gobernante Correa, que utiliza su gusto (musical) como barómetro para promocionar los artistas que él favorece, a la vez que cooptarlos para fines electorales. Correa celebra a varios artistas internacionales, otorgando condecoraciones a aquellos autores que él aprueba. Al margen de decisiones institucionales, argumentadas a partir de criterios ideológicos consistentes, es el gusto personal del líder carismático lo que se impone.
La celebración es siempre un evento comunitario, público, político. En la biblia, Pedro señala que cuando los cristianos se rehusaban a celebrar con los romanos, las victorias de César, los festivales romanos, sus vecinos los creen extraños y los vilipendian. El asunto no es que no celebremos, sino que no celebremos siempre, como se hizo costumbre en el gobierno de Correa, como manifestación de “nuevas” formas de ciudadanía e identidades. Celebrar es desplegar y anunciar lealtades y prioridades.
En el ámbito de la literatura, la adaptabilidad de un determinado autor a los fines de una determinada política cultural, junto con su disponibilidad editorial son marcas de idoneidad celebratoria. Por lo general esta condición se ratifica por medio del consenso institucional: críticos, académicos, editores, bibliotecarios, archivistas, historiadores, lectores, pedagogos, libreros y administradores participan en la tarea de asignar valor y luego de ello, reconocimiento a un determinado prospecto. La esfera pública y la privada confluyen en el esfuerzo, en los países que observan esa necesidad, de constituir un archivo nacional literario. Un archivo literario nacional no es un repositorio neutral, tampoco una acumulación arbitraria. Es un sagrario a la memoria nacional, y a la continuidad de esa memoria. Como una iglesia consagrada por sus reliquias, o un templo por su arca sagrada, el archivo como relicario participa en el empeño de una nación de distinguirse de otras. El archivo es un tabernáculo que extrae su legitimidad de aquello que conserva. Si el archivo es el lugar en que el artista se convierte en santo, también es el sitio en que lo privado se une a lo público, donde los restos literarios inanimados se embeben de significado simbólico colectivo. En el Ecuador, la figura de Juan Montalvo cumple con estos requisitos y es objeto de un reconocimiento proporcional a las ediciones que recibe. De hecho, el gesto mayor de celebración de un determinado escritor consiste en la cantidad y la calidad de ediciones que recibe. La institucionalidad fracturada del Ecuador se refleja, entre muchas otras cosas, en la ausencia de ediciones críticas “definitivas” de las obras de aquellos autores sobre los que existe consenso: Montalvo, Mera, Icaza, para solo mencionar algunos nombres. La pregunta posiblemente sea falaz ante la constatación de la ausencia de lectores en el país. O al menos lectores “tradicionales”, aquellos socializados a leer en libros. El momento digital y la transición contemporánea de una cultura impresa, consolidada en torno al libro y al prestigio del discurso literario hacia una cultura digital, consolidada en torno a la pantalla y al prestigio del discurso cinematográfico complica el asunto. Tal vez sería más interesante preguntar si la promoción del libro y de la lectura puede recuperar espacio ante el clima político vigente, un clima en donde, como se observa en la campaña de gobiernos locales, la “cultura” es conspicua por su ausencia. Sea cual fuere el resultado de la memoria pública: oficial, contestataria, popular o erudita, la obra literaria existe por fuera de la política de la recordación. En complicidad con sus lectores, pocos o muchos, su objetivo es re humanizar a aquellas figuras (los personajes) a quienes el tiempo y la desidia habían aplanado y convertido en sombras silenciosas, dejarlos hablar por sí mismos, en la seguridad de que sus historias e imágenes nos van a llevar a su lado. Tal vez convenga recordar a Herman Hesse al respecto: “Considero que cualquier gesto intelectual… de parte de la clase intelectual y dirigido a los amos de la tierra es un acto equívoco, una degradación y daño mayor cometido contra el espíritu…no nos corresponde ni predicar ni exigir, ni rogar, sino mantenernos firmes en el corazón del infierno”.¿Qué autores se celebran entonces y por qué?
¿Qué escritores deben ser entonces recordados?
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