Baruch de Spinoza, heredero crítico del cartesianismo, es considerado uno de los tres grandes racionalistas de la filosofía, al lado de René Descartes y Gottfried Leibniz. Se le atribuye no haber dicho muchas cosas, pero entre las principales esa de reclamar no más golpes en el pecho, porque el encanto de la vida está en salir al mundo y disfrutar de ella, del canto en los bosques, los ríos, los lagos y las playas.
Una vida que está en los amaneceres, en los paisajes, en la mirada de los amigos, en los placeres, en los sentimientos, en las necesidades, en las incoherencias, en el respeto a los semejantes. La vida, según lo no dicho por Spinoza, no es un ensayo, ni un preludio hacia el paraíso porque no está hecha de premios ni castigos. Nadie lleva un marcador, ni un registro.
No es necesario creer, porque eso también supone adivinar o imaginar. Para qué, si el mundo está lleno de maravillas. Así dicen que pensaban Spinoza, el filósofo que colocaba a la mente y al cuerpo en el mismo lugar, en ese sitio donde se produce la realidad, una realidad finita y a la vez eterna.
“Quienes viven de acuerdo con la razón desean para sus prójimos lo mismo que desean para sí mismos”, escribió quien creía que el ser humano es libre si sus pasos son guiados más por la razón que por la sumisión. En ese, su concepto de democracia, el mejor sistema posible.
Baruch de Spinoza fue un filósofo holandés que marcó una profunda crítica a la visión clásica y ortodoxa de la religión. Panteísta tal vez, pero enamorado de la vida. De una noción de vida que va más allá del nacer o morir.
“Creo en el Dios de Spinoza, quien se revela así mismo en una armonía de lo existente, no en un Dios que se interesa por el destino y las acciones de los seres humanos”, dijo Albert Einstein, quien no compartía su idea de un Dios personal, porque consideraba a la mente humana incapaz de comprender la totalidad del universo, ni cómo se organiza, a pesar de ser capaz de percibir la existencia de cierto orden y armonía.
“No soy ateo. No sé si puedo definirme como un panteísta -dijo Einstein al ser interrogado sobre Dios-. El problema en cuestión es demasiado vasto para nuestras mentes limitadas.¿Puedo contestar con una parábola? La mente humana, no importa que tan entrenada esté, no puede abarcar el universo. Estamos en la posición del niño pequeño que entra a una inmensa biblioteca con cientos de libros de diferentes lenguas. El niño sabe que alguien debe de haber escrito esos libros. No sabe cómo o quién. No entiende los idiomas en los que esos libros fueron escritos. El niño percibe un plan definido en el arreglo de los libros, un orden misterioso, el cual no comprende, solo sospecha. Esa, me parece, es la actitud de la mente humana, incluso la más grande y culta, en torno a Dios. Vemos un universo maravillosamente arreglado que obedece ciertas leyes, pero apenas entendemos esas leyes”.
Nuestras mentes limitadas, según Einstein, no pueden aprender la fuerza misteriosa que mueve a las constelaciones. Y tal vez tenga razón. El significado de la Navidad tal vez sea ese. No comprender o entender, solo sentir que hay algo más allá de nuestro entendimiento.
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