La permanente mediatización del “enemigo” visible en la frontera norte ecuatoriana, específicamente en la zona de Mataje, en la provincia de Esmeraldas, ha configurado una imagen, un personaje de carne y hueso, con nombre y apellido: Walter Patricio Arizala Vernaza -curiosamente los apellidos, al revisar la genealogía tienen su origen en Navarra y Madrid, e Italia respectivamente-. Este proceso ha derivado desde un discurso cuya materialidad política–ideológica (su núcleo) se ha inscrito en un contexto de conflictividad híbrida, donde ‘alias Guacho’, aparece sorprendentemente con nacionalidad ecuatoriana, según afirman las autoridades colombianas sin que exista todavía un desmentido por parte de las autoridades ecuatorianas.
Lo de “alias” es comprensible dado que dentro de los protocolos de las FARC-EP la denominación es conferida a un defecto, cualidad o característica que lo reviste; por ende, el ‘Guacho’ proviene del quechua cuzqueño que en gran parte de la región sudamericana tiene la acepción huérfano; también se lo asocia con cualidades de insolencia; y, en otros lugares, como en México se lo asocia con soldado.
Más allá de esto, alrededor de ‘Guacho’ se ha establecido una red múltiple de significados y sentidos que se asocian con acciones delincuenciales y terroristas de las que -al parecer- aún no se ha hecho un seguimiento o radiografía que permita entender no solo el sentido de la amenaza a la seguridad con que ha sido revestido el personaje, sino sus rasgos, trayectorias, motivaciones, de un lado por la misma dificultad que implica esa tarea investigativa, y, de otro, por el potencial peligro que significaría intentar conocer “más a fondo” sus actividades, rutas, acciones.
Con todo, lo que pretendo enfocar es cómo alrededor de este personaje -pudo haber sido cualquier otro- se ha desplegado un universo de sentidos, valores, antivalores que se mueven como en un festín referencial. Sentidos de realidad construidos a partir de las informaciones, opiniones, comentarios, informes, entrevistas, declaraciones de expertos que circulan en los denominados medios tradicionales y en redes sociales, y que estudiosos del discurso los denominarían intertextualidad.
De manera casi mágica, ayer alias ‘Raúl Reyes’, hoy alias ‘Guacho’ han sido instrumentalizados para tematizar la agenda de los medios, ocupar la atención en “qué decir” y “cómo decirlo” para tener un pretexto perfecto sobre qué hablar en las esferas pública y privada así como en las conversaciones cotidianas. Y es que el poder de “construcción” social sobre signos cada vez más alejados de los referentes reales, como lo advirtió en su momento el filósofo Jean Braudillard, nos ha obligado a vivir en simulacros de realidad, en una especie de burbujas que pese a estar desrealizadas nos engullen en su magia.
No obstante, la magia bien puede convertirse en terror cuando a esa “burbuja” se la reviste de características vehiculizadas y legitimadas en enunciados, palabras, imágenes, chats, que se sumen en la oscuridad del miedo; un miedo que se lo siente próximo geográficamente, en la frontera norte, en la provincia de Esmeraldas, y cercano en experiencia como fue el asesinato de los tres periodistas del equipo de diario El Comercio en manos de ‘Guacho’.
Todo esto porque la subjetividad de los ciudadanos está siendo modelada casi como plastilina, en un constante ejercicio de psico-poder, a partir de narrativas, estrategias de discursos, prácticas específicas, como ya hace tiempo lo advirtió la argentina Rosanna Reguillo, en referencia a la conformación de imaginarios derivados de maniobras comunicacionales que legitiman no solo una coexistencia de diversos rostros a la inseguridad, sino que afectan al propio tejido social y los rituales de interacción entre unos y otros.
Lo cierto es que desde que se dio el primer ataque al cuartel de Policía en San Lorenzo, la sensación de desconfianza, de alerta, de sospecha, parece haberse incrementado en el ambiente cotidiano, entre ciudadanos, entre ecuatorianos y colombianos, entre las intenciones de las Fuerzas Militares colombianas frente a las Fuerzas Armadas ecuatorianas, entre el discurso ecuatoriano y el colombiano, entre los sistemas de inteligencia de ambos países.
Es más, las fronteras entre lo mítico y lo lógico se difuminan. El aparente ideal revolucionario de las FARC-EP, uno de cuyos miembros es ‘Guacho’ como ex-líder de un sector de la columna móvil Daniel Aldana (perteneciente al ex-frente 29 que fue el terror de la zona de Nariño y el Cauca en Colombia) y luego formó el frente Oliver Sinesterra, hoy aparece desvirtuado, pues aun cuando los comunicados -supuestamente de su autoría- aluden al sentido revolucionario, sus acciones tácticas han sido terroristas. Pero esto no obedece a una sola causa, sino ha de entenderse en el entramado de intenciones, intereses y condiciones que se han conjugado, de manera tal, para producir el resultado que hoy es plenamente visible.
Sin duda, el mito de la “revolución”, como sostiene Edgar Morin, ha devenido con un nuevo ropaje, sin perder sus raíces: alguien diría que se ha revestido con un atuendo de acciones vinculadas con la delincuencia transnacional organizada. No obstante, la fuerza del mito original persiste por la memoria activada en el imaginario de los ecuatorianos respecto de una “mediana” cercanía con la lucha armada como parte del conflicto interestatal colombiano, que siempre había sido considerada “allá en el otro lado”. Aunque hoy por hoy esa distancia parece haberse acortado, considerando que la lucha no es allá sino “aquí”, en nuestro lado, lo cual es evidente no solo por las muertes que ha cobrado la conflictividad instalada en nuestro territorio, sino por el estallido de un ambiente de incertidumbre por las constantes amenazas de colocación de bombas y explosivos que han resultado ser falsas -en la mayor parte de los casos-, y que han sido mediatizadas de manera simultánea e instantánea; todo lo cual ha ampliado el sentimiento de vulnerabilidad y miedo de los ecuatorianos.
Las señales dadas desde un discurso oficial desfigurado y de las vocerías de los ex-ministros del Interior y de Defensa, y el débil alineamiento estratégico de las líneas maestras comunicacionales que “idealmente” deberían ser diseñadas por la Secretaría de Comunicación, han contribuido a la primacía de la versión colombiana y que gran parte de los ciudadanos se la crea.
Indiscutiblemente, la agenda setting y el denominado making news de los medios tradicionales sumado a la nueva condición comunicacional generada en las redes sociales, según Guillermo Orozco, caracterizada por nuevas formas de estar conectados con los dispositivos tecnológicos, legitiman el simulacro cuyo eje parece ser la orientación estratégica de los dispositivos comunicacionales instalados desde los medios colombianos. Estos se han desplegado en una verdadera avalancha de mensajes de toda índole, de carácter oficial, de líderes de opinión, de los propios voceros militares, que no solo afianzan el simulacro ecuatoriano de lo que ocurre en la frontera que ellos mismos han ayudado a confeccionar, sino que le añaden algunas dosis de dramatismo, en unos casos, y en otros de celeridad, a partir de lo cual el consumo de la producción comunicacional colombiana por parte de las audiencias, públicos y usuarios ecuatorianos ha quedado instalada de manera casi natural.
Quizás el “ayudarnos” a pensar un tema de seguridad bajo el argumento de que Colombia tiene mayor experiencia tras 50 años de conflicto armado o la premisa de una preparación especializada de los investigadores y periodistas colombianos pueden ser probables justificaciones, pero resulta francamente insultante creer que no podemos pensar por nosotros mismos, considerar nuestras condiciones espacio-temporales de comportamiento de las amenazas y tener elementos suficientes para analizar y construir escenarios respecto de la compleja problemática acaecida en la frontera y que son de índole económica, social, cultural, histórica, entre otras.
Infortunadamente, las señales dadas desde un discurso oficial desfigurado y de las vocerías (se suponían expertas) de los ex-ministros del Interior y de Defensa igual de otras entidades del sector seguridad, y el débil alineamiento estratégico de las líneas maestras comunicacionales que “idealmente” deberían ser diseñadas por la Secretaría Nacional de Comunicación, han contribuido a la primacía de la versión colombiana y –peor aún- que gran parte de los ciudadanos se la crea.
Al respecto es preciso aclarar que detrás de esa versión existen intereses, intenciones y agendas cuya estrategia de “verdades a medias” es precisamente pensada para llenar el vacío de comunicación oficial de Ecuador, que hoy aparentemente empieza a ser llenado y adquiere un nuevo matiz con el cambio de autoridades en el sector Seguridad, frente a lo cual existe una gran expectativa por parte de los ecuatorianos, especialmente por las decisiones que ha empezado a tomar el nuevo ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín.
Se magnificó tanto la personificación de la amenaza por acción de los medios y la particular acción de las redes sociales, que alias ‘Guacho’ casi se ha convertido en una celebridad, algo que tal vez ni él mismo lo sabría.
Con todo, consumir a ‘Guacho’ y sus hazañas, y complementariamente a todos quienes forman el frente Oliver Sinisterra, se ha transformado en un juego biopolítico -en palabras de Foucault-, a partir del cual y por acción de los medios se ejerce un poder real sobre la vida de los ciudadanos ecuatorianos y su tiempo. Esto, en la medida en que al controlar las formas de consumo de los discursos se controla el imaginario, la subjetividad y las acciones de los ciudadanos, que se colonizan de manera subyacente respecto de la conflictividad en la frontera. De hecho se han puesto a funcionar mecanismos y estrategias específicas para asegurar un efectivo funcionamiento de la materialidad ideológica y mítica exacerbada de los discursos que, en el caso de las redes sociales, aseguran una compulsiva transmedialidad, una conexión permanente de sus usuarios de manera más interpersonal y un espacio donde el poder se conecta a la emocionalidad de las audiencias.
Imágenes de operaciones militares, de los rostros y cuerpos de los periodistas fallecidos, fotografías de los soldados destrozados, de supuestos secuestrados encadenados y de los sitios en donde se ubican explosivos ya ni siquiera guardan orden ni secuencia; la mirada es la de un caleidoscopio que confunde y desinforma a la vez. Toda la incertidumbre pública provocada se proyecta en un discurso moralizador que legitima a un solo “culpable”: alias ‘Guacho’ como organizador de masas, jefe financiero y experto en el manejo de explosivos, con lo cual se simplifica la explicación de una conflictividad híbrida de alta complejidad, con diversas dimensiones (económica, social, política, cultural, militar) y en diversos niveles que es mucho amplia de lo que se quiere hacer aparecer. Se produce así un desplazamiento de la comprensión racional hacia la afectación emocional, donde queda sedimentada la información que exige acciones concretas. Esto deriva en una necesidad colectiva de un héroe salvador que pueda contra ‘Guacho’ y restituya la tranquilidad y la paz.
Hace falta una subversión epistémica discursiva dentro de esta coyuntura de conflictividad que ya es ineludible, a fin de crear y legitimar nuevas formas de construir los discursos que respondan a los intereses ecuatorianos y que evidencien nuestra dignidad y un sentido de interés como país.
Al respecto habría mucho más que decir. Sin embargo, queda claro que los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales tienen un papel protagónico en la dinámica de la actual coyuntura, por lo que es necesario repensar su naturaleza y función con compromiso ético y responsabilidad frente a la esfera pública, sobre todo si se ha desatado una guerra mediática poco advertida en la que Colombia, por diversas razones y seguramente por un tema electoral, intenta tener el control.
Las representaciones construidas y legitimadas en las materialidades de los discursos (sean políticas, ideológicas y míticas) tienen un ciclo de ida y vuelta, con el potencial efecto de un teléfono dañado que deforma las matrices socio-culturales, marginalizando identidades, alterando las subjetividades, adormeciendo el sentido crítico, es decir una proyección de relaciones de poder asimétricas a partir de las cuales se legitima una desigualdad en las prácticas del discurso entre Colombia y Ecuador.
Ante ello, retomando lo manifestado por Aníbal Quijano, es preciso una subversión epistémica discursiva -no dejándonos engañar- dentro de esta coyuntura de conflictividad que ya es ineludible pero estando en contra, a fin de crear y legitimar nuevas formas de construir los discursos que respondan a los intereses ecuatorianos y que evidencien nuestra dignidad y un sentido de interés común y supremo como país.
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