Haruki Murakami llegó a Quito como uno de sus personajes, como el chico de 15 años de Kafka en la orilla que se encuentra de pronto en una biblioteca de Takamatsu donde agota sus días con la lectura de Las mil y una noches. Cuando le preguntaron sobre la vejez y la muerte, Murakami recordó ese personaje en el que se metió para mirar, oler, sentir, palpar el mundo. Un mundo real que vio con los ojos de un chico de 15 años, porque no cree en la ficción, pese a que en su obra hay gatos que hablan. Y por supuesto que en la vida real hay gatos que hablan. La ficción está solo en quienes creen en la ficción al igual que la poesía está en quienes creen en la poesía. Su obra literaria es el mundo real que la mayoría de personas no ve.
La literatura solo es creíble, dijo Murakami, cuando el escritor logra llegar al inconsciente del personaje. Viaja a ese subconsciente, con la eterna misión de volver. La ventaja del escritor es que sueña durante cinco horas en el día, hace lo demás durante las 19 horas restantes y vuelve al sueño al volver a su mesa de trabajo. Un escritor se hace con rutinas, disciplina y trabajo, cero inspiración.
Murakami llegó a Quito para pasear por sus calles y comprobar que la gente no fuma y las mujeres usan más pantalones que faldas. Lo dijo cuando alguien le pregunto si Quito podría ser parte de alguna futura novela. Con la respuesta fue ese chico del bar de jazz sorprendido al ver tanto público dispuesto a verlo y oírlo el tiempo que fuera necesario. Lo dijo en tono inocente y de broma. El tono inocente y bromista de un escritor de su talla.
En su charla repasó sus personajes, su obra, su historia, la historia de su padre que estuvo en la invasión de Japón a China. Las historias llenas de terror que su padre le contaba cuando era niño sobre el horror de la guerra. Pero son historias contadas con optimismo sin nada de tristeza ni melancolía, por eso cuando le mencionaron cinco escritores latinoamericanos: Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Manuel Puig, Jorge Luis Borges y Julio Cortazar, mencionó a dos, a García Márquez y Manuel Puig, este último por La traición de Rita Hayworth. No cree en la melancolía ni en la poesía. Su obra no es poética, retrata un mundo real; ese que ve en sus eternas maratones; ese que ve cuando viaja al subconsciente de las personas sobre las que escribe, con la intención siempre de volver.
Murakami fue en el Teatro Nacional de la Cultura, repleto hasta las banderas, ese Bruce Springsteen que no canta. Quito le recibió con los brazos abiertos. Y aplaudió de pie su obra, su personalidad, sus historias, sus bromas, así haya dicho que llegó a Quito solo porque su intención era irse al día siguiente a Galápagos. Murakami fue el protagonista de una noche inolvidable en el Teatro de la Casa de la Cultura, mientras a pocos metros de ahí, en la Asamblea Nacional, se decidía no hacer nada ni con la asambleísta involucrada en una visita non sancta a una testigo protegida en un juicio que involucra a un expresidente ni tampoco hacer nada con otra asambleísta involucrada en otro caso que debería avergonzar a la Asamblea. Murakami no vio nada. Tal vez vuelva.
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