La sola presencia de Jair Bolsonaro como uno de los candidatos más opcionados a la presidencia de Brasil era, de por sí, una alarma significativa respecto de la situación de la democracia, que viene presentando deficiencias desde hace varias décadas. No se trata sólo de un vacío de representación que permite el ascenso de figuras mediatizadas o de una manifiesta incapacidad de las élites políticas para construir opciones; es también una clara expresión de un proceso de decadencia política, empujado por las redes sociales y el big data, en escenarios globales cada vez más estériles para el desarrollo de lo público.
En América Latina, la ola progresista que tuvo lugar a finales del SXX e inicios del actual, fue expresión –y efecto- de una crisis democrática caracterizada por un profundo estado de desconfianza y desafección social, producto de incumplimientos programáticos y de la incapacidad de los partidos tradicionales para ejercer sus funciones como mediadores, puentes y trasmisores sociales. Para entonces emergió ya la figura del outsider, del líder anti establishment que construía nuevas identidades políticas en torno a la promesa de cambio frente a los efectos del neoliberalismo.
El fin del ciclo progresista en la región llegó de la mano del desgaste que todo proceso extendido experimenta. En el marco de giros autoritarios y de institucionalidades democráticas débiles -que no fueron modificadas por falta de voluntad política y priorización de intereses funcionales, particulares y de grupo- se fueron revelando las complejas tramas de corrupción que involucraron a un número significativo de cuadros políticos relevantes. Esto, sumado a los efectos de una crisis económica que no augura una pronta recuperación y que responde, en cierta medida, a la política económica previa, provocó un nuevo giro en el voto ciudadano volátil, inorgánico y desideologizado. En dicho escenario, y en el marco de una denuncia a la izquierda progresista, emergen una serie de alternativas políticas que no construyen más identidad que la de la contraposición.
Bolsonaro representa la descomposición del debate político que gira en torno a una falsa disputa valórica. Se trata del prototipo de un líder que apela al máximo individualismo, que resquebraja el sentido de sociedad, alimentando los posicionamientos más retrógrados, aquellos que atentan contra derechos humanos básicos. Todo esto en el marco de un manejo estratégico y perverso de la opinión pública, producto de la combinación explosiva, por ejemplo, de un sistema articulado de fake news y la fuerte incidencia de una rama de la iglesia evangélica brasilera y de la Iglesia Universal del Reino de Dios, ambas históricamente ávidas de poder político.
El triunfo de Bolsonaro se explica desde una suma de elementos. El legado progresista, sin duda, juega un papel importante. En el caso brasilero, el Partido de los Trabajadores (PT) – organización que se construye de abajo hacia arriba, fuertemente vinculada a sectores sociales, estructurada orgánicamente, reivindicativa- se entrampa por si sólo en las complejas redes de corrupción que urden varios de sus representantes y los efectos de las promesas incumplidas en un Brasil en recesión, con altos índices de violencia, con la institucionalidad democrática secuestrada ilegalmente y sus grandes referentes de los últimos años procesados o en la cárcel.
El profundo efecto que tiene la corrupción en el imaginario ciudadano, la sensación de traición que supone cuando está vinculado al PT y su traducción en el exitoso discurso de la derecha, son la clave del éxito de Bolsonaro. El candidato, ajustándose a las tendencias actuales que exaltan el individualismo, apela a la protección no del dinero público, sino de aquello que le toca a cada ciudadano como una suerte de bien privado dentro de lo público, calando de manera tan profunda que sus pronunciamientos más fascistas –que exaltan la dictadura y la tortura, que expresan un profundo racismo, que son inaceptablemente misóginos y homofóbicos- parecen quedar en segundo plano para la ciudadanía. El debate público se redujo a una falsa dicotomía que polarizó al país: el progresismo corrupto y libertino vs. el liderazgo probo que pone orden y restaura la moral.
Bajo esas condiciones, tiene sentido que otro elemento fundamental para entender este triunfo sea el debate político interno, cuya agenda estuvo en manos de Bolsonaro desde el principio. Cargada de distracciones y distorsiones, la campaña que se sostiene sobre el desprestigio del PT pero también, sobre la tergiversación de luchas históricas como la feminista, torpemente expuestas en contraposición a los falsos preceptos de las perspectivas al estilo ProVida que recogen los argumentos más deleznables de las sociedades machistas.
Las elecciones en Brasil nos enfrentan a la preocupante realidad de la política reducida al big data y el marketing, en el marco de democracias en las que las organizaciones partidistas se ven cada vez más debilitadas porque carecen de función frente al creciente posicionamiento de los liderazgos personalistas, improvisados y sin una propuesta ideológico-programática diferenciadora, invisibilizando así las persistentes desigualdades sociales y económicas que continúan aquejando a la región. Son máquinas que activan sus engranajes discursivos de acuerdo a aquello que resulte funcional en el contexto político, económico y social. Brasil se encontraba inmerso en un proceso de debilidad institucional y pérdida de credibilidad política, una creciente movilización social, una crisis económica de difícil superación y el incremento de la violencia e inseguridad urbana. Bolsonaro pertenece a los candidatos de la coyuntura, los triunfadores de un contexto que los catapultó a pesar, en muchos casos, de su pobre capacidad política.
El triunfo de Bolsonaro en Brasil supone un peligro no solo para ese país, sino también para la región. Está por verse el alcance de su discurso en la praxis considerando que su propuesta programática es tan banal que resulta complicado proyectar su gestión. Su candidatura se sostuvo en la vacía contraposición a las propuestas del PT.
A nivel doméstico, preocupan temas como la disposición a la privatización acelerada sin criterios claros y su distorsionada comprensión de los derechos laborales. Pueden resultar especialmente riesgosas sus alianzas con la iglesia ya que podrían incidir de manera directa en temas de educación y salud, así como de derechos, sobre todo de las mujeres y minorías. Bolsonaro se ha mostrado dispuesto a un proceso de militarización de la enseñanza y a la recuperación de programas educativos vigentes durante la dictadura, enfocados en una formación cívica y moral desde temprana edad.
Frente a los procesos de marginalización en el país y los altos índices de violencia, Bolsonaro apuesta por la militarización y un implacable uso de la fuerza desde el Estado. Asimismo, ha adelantado criterios a favor del uso de armas en civiles como mecanismo de legítima autodefensa. En estas condiciones, los sectores más vulnerables socialmente y económicamente, así como los movimientos sociales, seguro se llevarán la peor parte tras la promesa de reforzar, y proteger, a la Policía y las Fuerzas Armadas en temas de seguridad nacional.
En lo internacional, la nueva presidencia supone un riesgo en varios sentidos considerando que se trata de la economía más grande de la región. Bolsonaro ha tenido una posición afín a las negociaciones bilaterales que ponen en riesgo el futuro de instancias como el Mercosur. La integración regional está fuera de su discurso y sostiene que Brasil no puede ser un país de puertas abiertas, proponiendo la creación de campos de refugio para enfrentar la crisis migratoria venezolana. Asimismo, ha manifestado varias veces su desconocimiento y nulo compromiso con temas ambientales, llegando incluso a declarar su intención de abandonar el Acuerdo de Paris.
Bolsonaro debe ser una alarma permanentemente encendida para toda América Latina. Hace falta una mirada hacia las últimas décadas que nos permita comprender qué pasó. La región descuidó el desarrollo democrático de las ciudadanías, de los diversos actores políticos, de la institucionalidad y los procesos. El péndulo de la crisis parece arrojarnos ahora hacia opciones de extrema derecha que nos llevan a cuestionarnos hasta cuándo y de qué manera, la democracia representativa, reducida al proceso electoral, es posible.
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