La trayectoria que va de lo analógico a lo digital implica sendas transformaciones en el saber y en el estatuto de la verdad. Por ello, vale preguntarse ¿cómo era la vida antes de la existencia de Google? La verdad es que el famoso buscador es la gran biblioteca de la (post)modernidad, pero no necesariamente es el templo de la verdad, ni tampoco de la transmisión del deseo del saber.
Para comprenderlo, es necesario hacer una retrospectiva.
Antes de Google la sociedad era analógica. El saber y la producción de conocimientos estaban centrados en los llamados “sistemas expertos”, es decir, en instituciones como las universidades, los colegios de especialistas, en los laboratorios. La biblioteca tradicional era el “espacio sagrado” al que se llegaba para buscar información especializada para algún proyecto de investigación o para profundizar un tipo de saber más sofisticado y elaborado.
Por otro lado, las bibliotecas personales, en años pasados, era un símbolo de prestigio para las familias burguesas y pequeñas burguesas. En cada casa había grandes enciclopedias, que a su vez se volvieron el instrumento preferido del chico en el colegio y más adelante en la universidad.
La enciclopedia podía ser de saberes generales o especializada. Paulatinamente este tipo de libros fue diversificándose en diversas colecciones temáticas, hasta que llegó la famosa enciclopedia encarta en el formato de CD-ROM. La enciclopedia había llegado al computador, era interactiva y por medio de hipervínculos se accedía a información multimedia.
Con la globalización y la internet se produjeron una revolución en los modos y las modalidades para acceder a la información y producirla. La aparición de los buscadores como Google transformaron el uso y consumo de la información, a tal punto que la educación y el aprendizaje centrados en el libro de clases, o en la autoridad del maestro que lo “sabía todo”, entraron en una crisis de legitimación, quedando, prontamente obsoletos, al menos en apariencia.
Las bibliotecas analógicas fueron, entonces, reemplazadas por el ordenador conectado a la red, y este se convirtió en el nuevo símbolo de modernidad. El libro dejó de ser el único instrumento de consulta, fue abandonado por la internet y su miríadas de páginas webs.
La “sociedad google”, sin embargo, presenta una serie de paradojas. Por ejemplo, el exceso de información a la que accedemos por medio de las computadoras o celulares es paralela a la perdida de la capacidad para procesarla adecuadamente, o distinguir y discernir la información válida de otra menos rigurosa. La internet ha generado muchos fenómenos. Uno, por ejemplo, es la crisis de la Verdad entendida como discurso oficial. Desde que asistimos a una “democratización” de la información gracias a las redes, millones de personas toman la palabra, escriben sus pareceres y puntos de vista. Las minorías ideológicas disputan la hegemonía de la atención con los grandes centros de noticias periodísticas, y todos ellos, con los discursos oficiales o institucionales. El resultado es la pérdida de la credibilidad. De la duda generalizada, de la sospecha sin fundamentos. El estallido de la post-verdad.
Otro fenómeno lo encontramos en los debates filosóficos y psicológicos en torno a si el estudiante posmoderno, -el famoso milenians-, representa la ruina de los valores humanistas o, por lo contrario, inaugura un nuevo sujeto de la historia, más tecnológico, y portador de una nueva inteligencia, capaz de atender a múltiples tareas, y con otra sensibilidad emocional. Lo cierto es que asistimos a la proliferación de nuevos síntomas muy preocupantes, como la incapacidad para concentrarse, la dispersión del interés, la falta de memoria, la intolerancia al dolor y al sufrimiento, y la desesperación cuando las cosas no son instantáneas y eficientes. Estamos adoptando una mentalidad maquínica propia de un cyborg que de un humano racional y sensato, paciente y compasivo.
La investigación perseverante, profunda y sostenida ha sido reemplazada por la consulta inmediata, el dato circunstancial, la cita o el meme curioso. No nos comunicamos sino que nos conectamos, no demostramos saber bien algo, sino estar en la “onda” de estar informados con la novedad del día.
Otro aspecto que llama profundamente la atención es lo que los psicoanalistas llaman la “caída de la autoridad paterna”. Antes el padre de familia era el gran referente del saber y el conocimiento para un niño o adolescente, y si lo impugnaba era en referencia a esa autoridad. Hoy las personas ya no buscan el saber por medio de otra persona, sino por medio de máquinas algorítmicas, como google. Muchos se preguntarán, ¿cuál es la diferencia entre la información que brinda el computador y la repuesta de una persona a una pregunta? La repuesta es que el ser humano transmite no sólo la información sino también el deseo de saber y un ordenador no. Las máquinas no desean, ni producen el deseo en el otro.
Sin generalizar, muchos seres humanos están plegados al día a día, donde el tiempo no alcanza para nada, angustiados por la inmensa oferta de bienes de consumo, imágenes, y estímulos incesantes, lo que no deja ni tiempo ni espacio para interpelar a la realidad, lo que lo ha vuelto un ser menos crítico, y más bien más quejoso e irritable; vive “infoxicado” sin darse cuenta mucho por qué.
Vivimos la época del capitalismo cognitivo donde la información es crucial para la innovación, y la innovación es crucial para el desarrollo tecnológico, para las inversiones de capital y para las empresas, pero no para la crítica. El pensamiento crítico no produce mercancías, es “inútil” desde esta óptica, no es un bien consumible ni es inmediato. Exige esfuerzo y constancia. La crítica requiere reflexión, trabajo y un tiempo más largo que el tiempo de la información. En definitiva requiere de otra subjetividad.
Con respecto al tema de si las tecnologías digitales son “buenas” o “malas” para la transformación social, yo diría que lo importante es enseñar a los alumnos y a la ciudadanía la doble vertiente que ellas conllevan. Es necesario trabajar en ver que lo positivo y lo negativo son valores relativos a los contextos de interpretación, y que además están anudadas en el fenómeno tecnológico.
Es decir, se debe enseñar que la técnica es inherente a la condición humana, somos humanos gracias a que domesticamos el fuego, e inventamos la agricultura y las máquinas de producción, pero también la técnica contiene su cara oculta, especialmente la digital, como son las “servidumbres voluntarias” que reclaman de los sujetos para que tengan éxito social. El ejemplo más claro es la dependencia a ultranza del celular en nuestras vidas cotidianas. Pero existen algunos profesores que aplauden la revolución digital a-críticamente, pero no miran el otro lado. Hay que enseñar como a veces se hace en Historia, que el desarrollo material y espiritual de Europa, por ejemplo, vino acompañado de la realidad de las Colonias, y lo que son ahora esos países desarrollados son justamente los polos de atracción de millones de inmigrantes, otrora colonizados.
Aunque suene complejo se debe lograr que el alumno comience a pensar por sus propios medios. No se trata de endiosar a las tecnologías y de subirse al carro de la innovación sin tener presente la perspectiva, la crítica sobre los efectos y los peligros potenciales que presentan en nuestras vidas.
Autores como Umberto Galimberti consideran que vivimos una época de “soledades de masas”. Las redes sociales tienen menos de comunicativas que de conectivas. Esto conlleva una crisis de la alteridad, por lo tanto, de la comunicación. Las personas ya no tienen una comunicación personal, solo existe una hiperconexión. En este momento, las personas lo único que comparten son sus soledades ligados a la pantalla, ilusionándose que es comprendido, atendido, reconocido. El efecto causado es una especie de fractura del sentido de colectividad. Como repuesta a ello, y es un síntoma social negativo, tenemos los nuevos nacionalismos antidemocráticos, racistas y religiosos.
Hace 25 años se decía que la internet era el último espacio para ejercer la libertad. Pero ya no es así, hoy las personas se han convertido en cibersiervos que entregan gustosos la información personal a las grandes corporaciones con fines que simplemente desconocemos, y con la cual se hacen millones de dólares todos los días. Los internautas somos generadores de plusvalía, pero no necesariamente para nosotros mismo.
Es difícil imaginar la sociedad en los próximos 10 años ya que la tecnología se mueve a tal velocidad que no se puede proyectar sin que hayan cambios radicales en el camino. Claramente se vive la era de la tecnociencia como nuevo amo de la sociedad mundial. Muchas personas no lo saben, pero la verdadera guerra no es la que podría darse entre Corea del Norte y los Estados Unidos a nivel de misiles de destrucción masiva, la guerra real es la que se da ya en las redes, en la deep web, en el hackeo cotidiano de la privacidad, en el espionaje cibernético entre corporaciones y estados, en el comercio y el narcotráfico.
Las personas desconocen de todo esto porque están enajenadas en su celular pendientes de la información y de las redes sociales del momento.
Hoy el nuevo horizonte problemático lo configura lo que se llama el transhumanismo, un movimiento ideológico y cultural que considera que puede mejorarse el cuerpo y las capacidades humanas por medios tecnológicos. La pregunta es, ¿mejora para quién, y para qué? El trabajo, las relaciones humanas, las políticas públicas se verán afectadas cuando estos cambios se avecinen. Lo cierto es que se viene con mucha fuerza la incursión de la biotecnología en el diseño genético, la cibernética y los algoritmos que administraran nuestras decisiones, gustos y opiniones, la nanotecnología en la salud y en la administración del cuerpo, y la robótica en las relaciones humanas. Todos estos cambios tecnológicos, estoy seguro, modificarán el mapa sociológico en los próximos 40 años.
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