Las estrellas son seres vivos, al fin y al cabo nacen, crecen, mueren y se reproducen, dice un artículo de Juan Carlos López publicado en Xataka. Aunque abordan estas etapas vitales en un orden diferente al que estamos acostumbrados. Curiosamente, se reproducen después de morir. Y es que las supernovas, esas descomunales explosiones que marcan un punto de inflexión en la vida activa de algunas estrellas, y que pueden emitir un brillo superior al de la galaxia que las contiene, también pueden dar lugar a nuevos cuerpos celestes. Incluso a nuevos sistemas estelares.
Nuestro propósito es sintetizar de una forma lo más didáctica y asequible posible las etapas por las que transita una estrella desde el instante en el que comienza a formarse bajo el efecto inagotable de la gravedad, hasta que llega a los últimos estadios de su vida activa y colapsa, transformándose, si se dan las condiciones apropiadas, en una estrella de neutrones, una estrella de quarks, o, incluso, en un agujero negro. Empecemos nuestro viaje.
Todas las estrellas son distintas. Cada una de ellas tiene su propio carácter. Su propia «personalidad». Sin embargo, el mecanismo de la naturaleza que desencadena su nacimiento es siempre el mismo, por lo que, de alguna forma, podemos considerar que todas están emparentadas. Las estrellas nacen a partir de nubes de polvo y gas que están esparcidas por el universo, y que comenzaron a formarse poco después del Big Bang, que tuvo lugar, según las estimaciones de los científicos, hace casi 14.000 millones de años.
Los análisis que están llevando a cabo muchos grupos de investigación defienden que las primeras estrellas nacieron poco después de la formación del universo. De hecho, actualmente se considera que la más antigua conocida, cuyo nombre me resisto a transcribir porque es un cúmulo de letras y números que no va a aportarnos nada, nació hace nada menos que 13.600 millones de años, lo que refleja que es casi tan antigua como el propio universo. Un equipo de astrónomos de la Universidad Nacional de Australia, que es el grupo de científicos responsable de su descubrimiento, asegura que es sesenta veces más grande que nuestro Sol y está situada en nuestra misma galaxia, la Vía Láctea, pero a 6.000 años luz de la Tierra. Apenas a un salto.
Lo más interesante es que, a pesar de su antigüedad, los astrónomos están convencidos de que hay estrellas aún más arcaicas. Esta sospecha se apoya en el hecho de que nuestra gigante de 13.600 millones de años está compuesta, además de por hidrógeno, por carbono, magnesio y calcio, unos elementos químicos que necesariamente tuvieron que ser fabricados previamente por una o varias estrellas de una generación aún más antigua y con una «metalicidad» muy baja, entendiendo como metales todos aquellos elementos químicos que son más pesados que el helio, al margen de su posición en la tabla periódica.
El punto de partida de nuestro viaje tiene necesariamente que permitirnos indagar en la composición de las estrellas por una razón fundamental: de ella va a depender en gran medida su evolución. En realidad, la vida de una estrella está íntimamente ligada no solo a su composición inicial, sino también, y, sobre todo, a su masa, que no es otra cosa que la cantidad de materia que la gravedad es capaz de reunir y condensar en una porción del espacio. Y es que la fuerza de la naturaleza responsable del nacimiento de las estrellas es la contracción gravitacional, un fenómeno inagotable que poco a poco se encarga de ir reuniendo y compactando los elementos que más adelante, y solo si se dan las condiciones en las que profundizaremos en unos párrafos, provocarán el nacimiento de una nueva estrella.
Alrededor del 70% de la masa de las estrellas es hidrógeno, entre el 24 y el 26% es helio, y el 4 al 6% restante es una combinación de elementos químicos más pesados que el helio
Como hemos visto, todas las estrellas son diferentes en la medida en que su masa y su composición química inicial también son distintas. Aun así, podemos asumir que alrededor del 70% de su masa es hidrógeno (en realidad se trata de protio, que es un isótopo del hidrógeno que tiene un único protón en su núcleo y un electrón orbitando en torno a él); entre el 24 y el 26% es helio, y el 4 al 6% restante es una combinación de elementos químicos más pesados que el helio, a los que los astrofísicos suelen identificar sencillamente como metales. Como podéis ver, la proporción de metales en la masa total de las estrellas es baja si la comparamos con la cantidad de helio, y, sobre todo, de hidrógeno que contienen, pero es muy importante porque estos elementos, que pueden variar mucho de unas estrellas a otras, tienen un impacto crucial en su evolución.
También es interesante saber que cualquier variación mínima que se produzca alrededor de ese 70% inicial de hidrógeno tendrá un impacto directo en la vida de cada estrella. En cualquier caso, como hemos visto, el auténtico motor capaz de alumbrar una nueva estrella es la gravedad. Esta fuerza se encarga de reunir y comprimir estos elementos, calentándolos poco a poco durante este proceso. Si la cantidad de materia acumulada mediante la contracción gravitacional es lo suficientemente grande, y la temperatura alcanzada lo bastante elevada, se encenderá el «horno nuclear».
En el núcleo de este cuerpo celeste, que es su región sometida a una mayor presión y a una temperatura más alta, comenzarán a fusionarse los núcleos de hidrógeno para dar lugar a nuevos núcleos de helio, liberando durante el proceso enormes cantidades de energía. El momento en el que se enciende el horno nuclear y comienzan las reacciones de fusión entre los núcleos de hidrógeno es el instante en el que podemos afirmar con propiedad que se ha producido el nacimiento de una nueva estrella.
El proceso que recreamos en los reactores de fusión nuclear es muy similar al que tiene lugar de forma natural en el interior de las estrellas
Este proceso natural es el que recreamos en los reactores de fusión nuclear experimentales que hemos construido en el pasado, y en los que estamos construyendo actualmente, como ITER. La diferencia es que los isótopos del hidrógeno que utilizamos son deuterio y tritio, y no protio, como en las estrellas, porque los dos primeros requieren unas condiciones de presión y temperatura un poco más «asequibles», y, por tanto, más fáciles de alcanzar. Si os apetece conocer con mucho más detalle en qué consiste la fusión nuclear a «escala humana», los retos que plantea y cuándo estará lista, os sugiero que echéis un vistazo a la serie de artículos que publicamos hace unas semanas, y en la que abordamos este tema con bastante profundidad, pero de una forma didáctica y asequible.
Llegados a este punto, y antes de seguir adelante, es importante que nos detengamos un momento para averiguar cuánta materia es necesario acumular mediante contracción gravitacional para que se encienda el horno nuclear que va a dar lugar al nacimiento de una estrella. Durante la formación de la protoestrella, que es ese objeto cuyo «horno» aún no se ha encendido, la gravedad se encarga de seguir incorporando materia a partir de la nube molecular de gas del medio interestelar de la que os hablé al principio del artículo, provocando de esta forma que el núcleo se vaya comprimiendo y calentando cada vez más.
La ignición del hidrógeno mediante los procesos de fusión nuclear tiene lugar cuando la temperatura del núcleo de la protoestrella alcanza los diez millones de grados centígrados, poniendo en marcha en este instante un proceso al que los astrofísicos llaman secuencia principal, y que se dilatará a lo largo de la mayor parte de la vida de la estrella. Pero también debemos contemplar otra posibilidad. Si el objeto en proceso de formación tiene menos de 0,08 masas solares, la compresión y el calentamiento del núcleo se detendrán antes de alcanzar la temperatura necesaria para iniciar la fusión de los núcleos de hidrógeno. Poco a poco irá enfriándose y varios millones de años después se transformará en una enana marrón.
Las enanas marrones no tienen la masa necesaria para iniciar la combustión de los núcleos de hidrógeno, por lo que se enfrían con relativa rapidez
Una forma sencilla de entender qué es una enana marrón requiere contemplarla como un cuerpo celeste que aspiraba a alcanzar el estatus de estrella, pero que finalmente no lo logró debido a que no consiguió reunir la masa necesaria. Aun así, los astrofísicos creen que, dependiendo de la cantidad de materia que la contracción gravitacional ha sido capaz de condensar, algunas enanas marrones consiguen fusionar deuterio, litio y tritio porque son elementos más fáciles de «quemar» que el protio, que, como vimos antes, es el hidrógeno común, el que no tiene ningún neutrón en su núcleo.
Pero esta actividad no suele durar demasiado, extendiéndose habitualmente solo durante su juventud. El hecho de que no consigan sostener reacciones de fusión nuclear a partir de los núcleos de protio provoca que poco a poco vayan contrayéndose y enfriándose hasta alcanzar el equilibrio. Cuando el calor residual de las reacciones de fusión, si es que tienen lugar, se disipa, dejan de brillar y acaban convertidas en unos cuerpos celestes a medio camino entre las estrellas de baja masa y los planetas gaseosos gigantes, como Júpiter.
La longevidad de una estrella está estrechamente condicionada por su masa. Las más masivas consumen con más rapidez su combustible, el hidrógeno, mediante el proceso de fusión nuclear del que hemos hablado antes, por lo que agotan en menos tiempo sus fuentes de energía. Y, en consecuencia, tienen una vida activa más corta. Esta es la fase a la que los astrofísicos llaman, como hemos visto antes, secuencia principal. La combustión del hidrógeno en el núcleo provoca que este elemento vaya agotándose poco a poco, por lo que la estrella se ve obligada a reajustarse, contrayendo el núcleo para incrementar su temperatura y detener el colapso gravitacional al que se vería abocada de no poder equilibrarse gracias a la presión de radiación y la presión de los gases.
El equilibrio en el que se encuentra una estrella durante la fase de combustión del hidrógeno, que es el periodo más largo de su vida, es posible gracias a que la contracción gravitacional, que «tira» de la materia de la estrella hacia dentro, hacia su interior, se ve compensada por la presión de los gases y la presión de la radiación emitida por la estrella, que «tiran» de la materia hacia fuera.
Este es un proceso muy complejo que obliga a la estrella a reajustarse constantemente. Pero, afortunadamente, contamos con la ayuda de cuatro ecuaciones diferenciales que, a partir de la composición química inicial de una estrella y su masa, y con la ayuda de ordenadores muy potentes, nos permiten conocer con mucha precisión cómo va a ser su evolución y en qué momento llegará el colapso gravitacional, del que hablaremos un poco más adelante.
Afortunadamente no es necesario que profundicemos en la complejidad matemática de estas cuatro ecuaciones, pero nos viene bien describir someramente qué información nos proporciona cada una de ellas para que podamos entender con cierta precisión por qué nos ayudan a predecir cómo será la evolución de una estrella. Antes de repasarlas, un apunte más: todas ellas, a pesar de su complejidad, proceden de la física básica. En ellas aún no es necesario contemplar efectos cuánticos ni relativistas, que tendrán importancia más adelante, cuando veamos en qué medida la masa de una estrella condiciona en qué se transformará cuando agote sus fuentes de energía.
Con solo cuatro ecuaciones procedentes de la física básica los astrofísicos consiguen predecir con mucha precisión cómo evolucionará una estrella partiendo de su masa y su composición química inicial
La primera de las ecuaciones es la de la masa, que asume que en el centro de la estrella la masa es cero y en su atmósfera tenemos la masa total. La segunda es la ecuación de equilibrio hidrostático, que revela justo lo que acabamos de ver: cómo la gravedad de la estrella contrarresta la presión de los gases y la presión de radiación para mantener la estrella en equilibrio. La tercera es la ecuación de producción de energía, que determina cómo la estrella obtiene energía a partir de las reacciones de fusión que se producen en su interior, y también gracias a la contracción gravitacional. Y la última es la ecuación de transporte de energía, que refleja la forma en que la energía es transportada desde el núcleo de la estrella hacia fuera.
Cuando la temperatura y la presión en el núcleo de la estrella son lo suficientemente altas, como hemos visto antes, comienzan las reacciones de fusión entre los núcleos de hidrógeno. Pero lo que aún no hemos analizado es el papel crucial que ejerce la energía cinética en este fenómeno. Y es que precisamente es el incremento de la temperatura el que dota a los núcleos de hidrógeno de la energía cinética necesaria para alcanzar una velocidad lo suficientemente alta, ayudándoles a vencer su repulsión eléctrica natural provocada por su carga positiva cuando varios de ellos se acercan.
Podemos imaginar que en estas condiciones el núcleo de la estrella es una sopa extremadamente densa que reúne sobre todo núcleos de hidrógeno lo suficientemente calientes para estar moviéndose en todas direcciones y agitándose. Su velocidad es tan alta que cuando se acercan lo suficiente su inercia contrarresta su repulsión eléctrica natural y entra en acción la fuerza nuclear fuerte, que es la que mantiene unidas las partículas del núcleo atómico. A partir de aquí la fusión entre esos núcleos es «pan comido».
El primer elemento químico «fabricado» en grandes cantidades en el núcleo de las estrellas a partir de la fusión de los núcleos de hidrógeno es el helio. Y este proceso conlleva la liberación de una gran cantidad de energía. Pero el helio no es el único subproducto resultante de las reacciones de fusión nuclear. Ni mucho menos. A medida que se consume el hidrógeno la estrella se va reajustando, comprimiendo su núcleo e incrementando su temperatura, de manera que se dan las circunstancias necesarias para que comience la ignición del helio. O no. Dependerá de la masa de la estrella.
Si es lo suficientemente masiva el núcleo se calentará y se comprimirá tanto como para que la fusión de los núcleos de helio tenga lugar cuando se acabe el hidrógeno. El proceso triple alfa, que es como se conoce a la fusión de tres núcleos de helio para producir un núcleo de carbono, tiene lugar a temperaturas superiores a los 100 millones de grados Kelvin, lo que refleja con claridad la temperatura extrema que debe alcanzar el núcleo de la estrella para que tenga lugar la producción de carbono. Y, de nuevo, la estrella continúa reajustándose, de manera que nuestras cuatro ecuaciones sigan arrojando resultados coherentes con un cuerpo en perfecto equilibrio.
A medida que el combustible nuclear se va agotando la estrella se reajusta incrementando su radio y su temperatura
¿Qué sucederá entonces con el carbono de nuestra estrella de gran masa? Sencillamente, lo mismo que con el helio. Si la masa de la estrella es lo suficientemente grande, cuando se agote el carbono del núcleo central este volverá a contraerse y a incrementar su temperatura para continuar los procesos de fusión, dando lugar cada vez a elementos más pesados. Una vez que hemos llegado a esta fase resulta sencillo comprender que la estrella adquiere una estructura de capas concéntricas similar a una cebolla, de manera que en cada una de las capas se lleva a cabo una reacción de fusión que tiene como resultado unas cenizas cada vez más pesadas, entendiendo que la ceniza está constituida por los elementos resultantes de la combustión de otros elementos más ligeros.
A medida que se va quemando el combustible nuclear la estrella se va desplazando en el diagrama de luminosidad y temperatura, y, al mismo tiempo, su radio y su temperatura se incrementan. Pero estos procesos continuos de fusión nuclear solo tienen lugar si la masa de la estrella es muy grande. Si la estrella es poco masiva la temperatura del núcleo no es suficiente para iniciar la combustión del helio, por lo que la estrella continúa reajustándose para que la temperatura en las capas más externas sea suficiente para permitir la combustión del hidrógeno restante. Este proceso provoca que se expanda y adquiera un color rojizo debido al enfriamiento de su superficie, un fenómeno por el que las estrellas que se encuentran en esta fase de su evolución se conocen como «gigantes rojas».
Finalmente, cuando consume totalmente su combustible expulsa las capas más externas, dando lugar a una nube de gas conocida como «nebulosa planetaria», que habitualmente adquiere la forma de un anillo o una burbuja. Y en el centro de la nebulosa permanece lo que queda de la estrella: una estrella degenerada. O una «enana blanca», que es el nombre que suele atribuírseles y que se utiliza como sinónimo del término estrella degenerada.
Este cuerpo celeste se llama así porque es relativamente pequeño, al menos mucho más que durante las etapas de secuencia principal y gigante roja, y al principio su temperatura sigue siendo muy alta. Pero como ya no produce energía porque se ha terminado su combustible, se va enfriando gradualmente hasta dejar de emitir cualquier tipo de radiación detectable. En ese momento pasa a llamarse «enana negra» porque la ausencia de radiación les impide ser detectadas. Un apunte muy curioso: los astrofísicos están convencidos de que en el universo aún no hay ninguna enana negra debido a que las enanas blancas se enfrían tan lentamente que ni siquiera las más antiguas han dejado de emitir radiación.
Nuestro Sol es una estrella con relativamente poca masa, por lo que terminará sus días expandiéndose y transformándose en una gigante roja, para, a continuación, expulsar sus capas más externas al medio estelar y permanecer en el espacio bajo la forma de una enana blanca. Eso sí, podemos estar tranquilos porque los modelos matemáticos actuales reflejan que hasta el momento ha consumido aproximadamente el 50% de su combustible y tiene una edad aproximada de unos 4.600 millones de años. No se le acabará el hidrógeno hasta dentro de casi 5.000 millones de años, que será el momento en el que concluirá su secuencia principal.
Ya sabemos cómo terminan sus días las estrellas poco masivas, pero aún nos queda averiguar qué les sucede a las estrellas con mucha masa. Hasta ahora he establecido la distinción entre unas y otras de una forma algo ambigua, pero ha llegado el momento de «atar cabos» porque gracias al astrofísico indio Subrahmanyan Chandrasekhar conocemos con bastante precisión cuál es la masa límite de una estrella para que, en vez de acabar sus días bajo la forma de una enana blanca, lo haga transformada en una estrella de neutrones.
El «límite de Chandrasekhar», que es como se conoce este valor, equivale a 1,44 masas solares. Esto quiere decir, sencillamente, que si una enana blanca tiene una masa que excede ese límite tomando como referencia la masa de nuestro Sol, no acabará sus días como una enana blanca, sino que colapsará en una estrella de neutrones. Pero aún sabemos más. Y es que también conocemos la masa límite que son capaces de soportar las estrellas de neutrones, en este caso gracias a las investigaciones de Richard Chace Tolman, Julius Robert Oppenheimer y George Michael Volkoff.
El «límite de Chandrasekhar» nos anticipa que nuestra estrella, el Sol, pondrá fin a sus días expandiéndose bajo la forma de una gigante roja y transformándose en una enana blanca después, para enfriarse durante millones de años hasta quedar reducida a una enana negra
El «límite de Tolman-Oppenheimer-Volkoff» original fue propuesto en 1939, pero ha sido corregido en décadas posteriores gracias a los nuevos hallazgos realizados por los astrofísicos, y también con la ayuda de los nuevos instrumentos de medida, por lo que en la actualidad los científicos creen que está establecido aproximadamente en 2,17 masas solares. Esto quiere decir, como vimos cuando hablamos del «límite de Chandrasekhar» aplicado a las enanas blancas, que si una estrella de neutrones supera este valor colapsará para transformarse en una estrella de quarks o un agujero negro. Las primeras, las estrellas de quarks, aún no han sido observadas de forma fehaciente, pero los astrofísicos están estudiando actualmente varias estrellas de neutrones que, en realidad, podrían ser estrellas de quarks.
Volvamos ahora por un instante la vista atrás, aunque solo para seguir avanzando con paso firme. Como hemos visto, las estrellas más masivas van progresivamente quemando su hidrógeno, luego el helio, el carbono y así sucesivamente, produciendo elementos cada vez más pesados en su interior. Los elementos más ligeros se «fabrican» en las capas más externas, y los más pesados en las capas interiores. Pero si la estrella es lo suficientemente masiva llegará un momento en que el núcleo interior, la capa más profunda de la estrella, estará constituido por hierro. Y con este elemento químico sucede algo muy interesante: de él no puede extraerse más energía mediante fusión nuclear.
Cuando se detiene la producción de energía en el núcleo de la estrella masiva se produce el inevitable colapso gravitacional
Cuando se detiene la producción de energía en el núcleo de la estrella la presión de radiación, que intenta que la estrella se expanda, no es capaz de contrarrestar la contracción gravitacional, que intenta que la estrella se comprima, por lo que el núcleo de hierro se ve obligado a soportar el peso de todas las capas de la estrella que tiene por encima. Esa presión es descomunal, y, dado que la estrella ha perdido el equilibrio, el núcleo se contrae de forma súbita, provocando que las demás capas de material caigan bruscamente sobre él, rebotando con una violencia extrema y saliendo despedidas hacia el medio estelar con una velocidad muy alta. Estamos ante una supernova. La energía liberada en estas enormes explosiones es tal que consiguen brillar durante unos segundos más que toda la galaxia de la que forman parte.
Indudablemente las supernovas son uno de los acontecimientos cósmicos más impactantes de cuantos conocemos hasta la fecha, pero lo que realmente las hace interesantes es su capacidad de «sembrar» el medio interestelar con los elementos químicos que ha producido la estrella mediante los procesos de fusión nuclear. Como podemos intuir, estos elementos en el futuro pueden contribuir a la formación de nuevas estrellas y planetas, por lo que es muy razonable que contemplemos a las supernovas, que sellan el momento en el que las estrellas masivas abandonan su vida activa, como el recurso utilizado por ellas para reproducirse un instante después de poner fin a su latido estelar.
Pero esto no es todo. La descomunal presión a la que se ve sometido el núcleo de hierro de las estrellas masivas provoca cambios muy importantes en la estructura de la materia, que ya no está constituida por electrones, protones y neutrones, como la materia ordinaria, sino que solo está conformada por neutrones. Por esta razón, las estrellas de neutrones no son otra cosa que el remanente que queda cuando una estrella masiva pone fin a su etapa activa en forma de supernova. Son una especie de enorme cristal formado solo por neutrones.
Cuando hablamos de las cuatro ecuaciones que permiten a los astrofísicos predecir cómo será la evolución de una estrella mencioné que proceden de la física básica. Sin embargo, ya nos hemos adentrado también en el dominio de la mecánica cuántica. De hecho, para calcular con precisión el famoso límite que lleva su nombre, Chandrasekhar se vio obligado a contemplar en sus cálculos los efectos cuánticos y relativistas.
Sin la física cuántica nuestro conocimiento actual de la vida de las estrellas no sería posible. Sin ella tampoco podríamos entender la estructura de la materia de las enanas blancas y las estrellas de neutrones. Y, por supuesto, no podríamos llegar a intuir qué sucede en el interior de los agujeros negros, de los que aún sabemos muy poco, pero en cuyos enigmas los astrofísicos poco a poco se van adentrando gracias en gran medida a las herramientas que pone a nuestra disposición la física cuántica.
Gracias a esta disciplina los astrofísicos han conseguido calcular con mucha precisión la densidad de dos objetos tan exóticos y apasionantes como son las enanas blancas y las estrellas de neutrones. Las primeras tienen, ni más ni menos, una densidad aproximada de una tonelada por centímetro cúbico. Sí, un fragmento de enana blanca con el tamaño de un «dado» pesa más o menos una tonelada.
La densidad de una estrella de neutrones es tal que un «dado» de un centímetro cúbico pesaría mil millones de toneladas
Aún más espectaculares son las características de las estrellas de neutrones, en las que el hierro y el helio del núcleo se han desintegrado por la acción de los fotones, unas partículas muy energéticas que consiguen descomponer estos elementos en partículas alfa, que son núcleos que carecen de electrones, y, por tanto, tienen carga eléctrica positiva, y neutrones. Mediante un mecanismo conocido como «captura beta», en cuya complejidad no vamos a profundizar para no complicar más de lo necesario el artículo, los protones se transforman en neutrones, por lo que, como vimos antes, una estrella de neutrones solo está constituida por neutrones. Su materia está en un estado diferente al de la materia ordinaria con la que estamos familiarizados.
Lo que acabamos de descubrir nos ayuda a intuir la que sin duda es la característica más espectacular de las estrellas de neutrones: su densidad. Y es que un fragmento de un centímetro cúbico pesa mil millones de toneladas aproximadamente. Un trozo del tamaño de un terrón de azúcar de una estrella de neutrones pesa esas mil millones de toneladas. Pero aquí no acaba todo. Como vimos unos párrafos más arriba, si la masa de la estrella de neutrones supera el «límite de Tolman-Oppenheimer-Volkoff» lo que obtendremos después del colapso gravitacional será una estrella de quarks, que tiene una densidad todavía mayor. O, incluso, un agujero negro.
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