Cuando terminó de escribir El lamento de Portnoy llamó por teléfono a su papá y a su mamá para invitarlos a comer. En medio de la comida les dijo que los iban a llamar muchos periodistas para preguntarles sobre la novela que escribió su hijo que se iba a desaparecer. La comida transcurrió normal y cuando sus padres volvieron a casa, su mamá rompió en llanto porque creía que su hijo se había vuelto loco.
Roth es la historia de su vida. La historia de los lamentos porque en los tiempos de antaño para tener sexo solo hacía falta un condón y una línea de coca. Roth es como Ballard que podía darse de pornográfico en la escritura lúcida, pero que en su vida real era un abnegado padre de familia.
Roth no creía en los totalitarismos y de ahí su devoción por Kundera.
“El totalitarismo no es solo el infierno, sino también el sueño del paraíso: el antiquísimo sueño de un mundo en que todos vivimos en armonía, unidos en una sola voluntad y una sola fe comunes, sin guardarnos ningún secreto unos a otros. También Breton soñaba con este paraíso cuando se refería a la casa de cristal en que ansiaba vivir. Si el totalitarismo no hubiera explotado estos arquetipos, que todos llevamos en lo más profundo y que están profundamente arraigados en todas las religiones, nunca habría atraído a tanta gente, sobre todo durante las fases iniciales de su existencia -le dijo Kundera en una entrevista-. No obstante, el sueño del paraíso, tan pronto como se pone en marcha hacia su realización, empieza a tropezar con personas que le estorban, y los regidores del paraíso no tienen más remedio que edificar un pequeño gulag al costado del Edén. Con el transcurso del tiempo, el gulag va creciendo en tamaño y perfección, mientras el paraíso se hace cada vez más pobre y pequeño”.
Uno de esos regidores fue Paul Éluard. A quien todos alguna vez admiramos. Por su luna y su media luna.
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