Las nuevas tecnologías son cada vez más viejas por el desarrollo vertiginoso de nuevos dispositivos o aplicaciones que pasan a integrarse rápidamente a la cotidianidad de las personas. De ahí que puede ser un error hablar de adicción o dependencia al teléfono móvil como ha sugerido un artículo aparecido en el New York Times.
Antes de hablar de adicción o dependencia se debería abordar el tema de cuáles son los usos que la gente da a esas nuevas tecnologías. Según el artículo del New York Times, una persona puede pasar en promedio cuatro horas al día con el celular y toma como fuente la aplicación Moment, con cinco millones de usuarios en el mundo.
El dato, sin embargo, no aporta mucho porque esas cuatro horas pueden estar destinadas a distintos temas relacionados con el entretenimiento, la interacción social o hasta con asuntos laborales. En el mundo actual, gran parte de las interacciones que tenemos con las personas de nuestro círculo más cercano e incluso con aquellas que convivimos están mediadas por la tecnología, por la pantalla del celular.
Los dispositivos móviles son simplemente un nuevo canal de comunicación que tenemos con nuestros amigos, nuestros familiares, nuestras parejas y nuestro entorno laboral, con las personas que trabajan con nosotros.
El tiempo que pasamos frente a ese aparato, entonces, también es el tiempo dedicado a otras actividades que antes estaban mediadas por otros canales de comunicación y que hoy simplemente están integrados en un solo dispositivo.
En la década de los ochenta, Donna Haraway escribió un ensayo titulado el Manifiesto Cyborg en el que habla de un ser fusionado-confundido entre hombre-máquina que no necesita de distinciones, un rechazo a los límites rígidos que separa al humano de la máquina. Ella vaticinó un futuro en que la tecnología iba a ser un componente ni ajeno ni distante a nuestros cuerpos, sino parte de nuestra esencia.
Los nuevos dispositivos están acercándonos a esa realidad. Es decir, una aplicación como Moment puede calcular el promedio que pasa una persona frente a la pantalla de su teléfono, pero no es tiempo concentrado en un determinado momento sino que está esparcido en varios momentos a la largo del día. No es un consumo destinado a una sola actividad.
En investigación de mercados, por ejemplo, ya no se puede preguntar a una persona cuánto tiempo pasa conectado a la internet porque pasamos conectados todo el tiempo. Los años en los que una persona llegaba a casa y le pedía al papá o la mamá que no usara el teléfono porque iba a conectarse a internet ahora están muy lejanos. La conexión es permanente. Lo raro ahora es el momento de la no conexión.
En estos tiempos intentar hablar de una adicción o dependencia del celular es hablar desde una lógica del antes de que aparecieran estos dispositivos móviles. Los seres humanos que habitamos el planeta en el año 2018 no somos los mismos que habitaron la tierra en 1994, porque sin bien podemos ser las mismas personas la interacción con la tecnología ha hecho que vayamos mutando.
La gente no era igual antes de la llegada del teléfono fijo, porque los comportamientos siempre están relacionados en función de cuánto tengo que esperar para hablar con una persona. La tecnología acorta distancias y con estos dispositivos móviles las distancias dejan de existir. Las personas no solo nos hemos acostumbrado a la idea de hiperconectividad e hipervigilancia sino a un cambio en nuestras sensibilidades. Hoy la mayor parte de seres humanos somos menos pacientes. Que alguien no conteste el celular o responda un correo exaspera. Crea un estado de ansiedad. Hoy existe esa necesidad de inmediatez en función de nuestras dinámicas ya sean de pareja, laborales o de amistad. Ya no estamos acostumbrados a pensar que cada quien tiene sus distintos tiempos.
Las nuevas tecnologías han reconfigurado por completo las ideas del tiempo y el espacio, porque desde una oficina en Guayaquil puedo acceder a los consumos culturales de una persona en Shangai; conocer el mundo entero desde la pantalla de mi dispositivo. Hasta hace pocos años los tiempos en que alguien no tenía acceso a internet en la pantalla eran los momentos en que iba al baño, se sentaba a comer o estaba en una reunión social. Ahora no hay un solo espacio en el que no esté conectado.
Hace algunos años se decía que todos conocían los componentes del shampo y del jabón, porque cuando iban al baño necesitan leer algo. Hoy esta lectura ya no viene mediada por la botella de shampo sino por la pantalla del celular. La pantalla y la internet se mueve con nosotros, porque ya es parte de nuestro cuerpo.
La pantalla del celular viene a ser como el Aleph, del cuento de Jorge Luis Borges, esa masa informe que está en un sótano y permite tener una abierta una ventana al mundo, el palantir en El señor de los anillos de Tolkien. Los celulares son ahora esa ventana al universo para interactuar con todo el mundo.
Los dispositivos móviles dan al ser humano unas capacidades y habilidades que como especie nunca habíamos tenido, es un espacio de abandono a la curiosidad para informarnos o aceptar discusiones ligadas a temas de opinión pública.
Es como tener poderes que no teníamos antes, como el don de la ubicuidad porque estamos en todas partes al mismo tiempo y podemos saberlo todo en todo momento. Antes, en una reunión con amigos una conversación sobre el nombre de un actor que actuaba en una película podía quedar pasmada por horas, pero hoy solo hace falta preguntarle al dispositivo, hablarle para que nos responda inmediatamente.
El ser humano ha cambiado con las nuevas tecnologías, ha pasado a aceptar las cámaras de seguridad en espacios públicos. Estas eran la excepción en lugares como Londres ahora son la norma en la mayor parte de ciudades del mundo. Hoy las personas no necesariamente quieren tener amigos, sino seguidores; nos sentimos mejores o peores personas en función de los like recibidos, no por los logros personales.
Las nuevas tecnologías deberían llevar al debate a cómo nos ha cambiado individual y colectivamente, no al tiempo que pasamos frente a la pantalla del celular porque esa relación no va a desaparecer. Ya están en el mercado nuevos dispositivos que se integran a nuestro cuerpo, no solo los relojes inteligentes sino gafas, ropa. La policía en China, por ejemplo, ha comenzado implementar un software de reconocimiento facial dentro de sus cascos para hacer mejor su trabajo.
Esta relación con la tecnología se volverá más íntima. Esa idea de la pantalla como algo distinto a mí o lejano a mí tenderá a desaparecer porque la idea es que nuestra relación con la tecnología sea cada vez más orgánica. La complejidad para interactuar con este dispositivo será cada vez menor. Todo apunta a que ya no hablaremos de nosotros y la tecnología, sino de ella como parte de nosotros.
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