El receso de la Asamblea Nacional, en momentos en que el país está perturbado por una secuencia de actos terroristas iniciados el pasado 27 de enero con la explosión de un coche bomba contra el cuartel de Policía de San Lorenzo que dejó decenas de heridos, seguido de otro estallido que mató a cuatro soldados, el secuestro de un equipo de prensa de El Comercio y el intento de volar una torre eléctrica en Quinindé, grafica dramáticamente la inercia de la clase política ecuatoriana.
Es innegable que los asambleístas tienen pleno derecho a realizar una pausa en su trabajo para disfrutar de un tiempo de ocio, pero el haber tomado vacaciones en los actuales momentos refleja poca sensibilidad frente al delicado momento que atraviesa el país en materia de seguridad nacional y transmite la impresión de que los políticos prefieren anteponer sus propios intereses a los de la nación.
Infortunadamente para el país, esa misma pasividad mostró la clase política, toda la clase política, durante la última década, al hacer caso omiso a todas las voces de alerta que a su debido tiempo advertimos sobre el riesgo de que la zona de frontera donde hasta hace pocos meses operaban las FARC, pase a ser controlada por actores de ese grupo narcoterrorista que no se acogieron al proceso de paz de Colombia ni entregaron las armas.
Varios son los factores que han convertido al lado ecuatoriano de la frontera común en un lugar conveniente para el florecimiento de las actividades ilícitas: 1) No existe el requisito de visa para ingresar al país, por decisión del gobierno de Rafael Correa; 2) Hay poca seguridad en la zona; 3) Los extranjeros tienen derecho al voto con solo cinco años de residencia (Constitución de Montecristi).
Todo eso, sumado a que la administración anterior abrazó el llamado socialismo del siglo XXI, cuya ideología propugna el desmantelamiento de las Fuerzas Armadas, más el descabezamiento de la Policía, la creación de un organismo que se dedicó a espiar a los adversarios del gobierno en lugar de realizar labores de inteligencia en pro de la seguridad nacional y otras decisiones que parecían apuntar a destruir el sistema de defensa, hicieron mucho daño. Pero la clase política no reaccionó.
En esas condiciones el país ahora tiene que hacer frente al problema del narcoterrorismo, lo cual implica adicionar la violencia al listado de problemas que ya tiene, entre ellos, el económico. En el Ecuador no hay una idea clara de lo que significa convivir con la violencia, pues aunque tenemos delincuencia (cada vez más avezada) no es lo mismo tener que lidiar con el estallido de una bomba a la salida de un cine o que de pronto vuele en pedazos el edificio de alguna entidad pública. Cosas como las que ocurrían en Colombia y Perú con las acciones de las FARC y Sendero Luminoso, respectivamente.
Vale mencionar que en el Ecuador hubo un brote de ese tipo de violencia en los años 80 del siglo pasado, con la irrupción del grupo terrorista Alfaro Vive Carajo (AVC), pero el presidente de entonces, León Febres-Cordero, desarticuló a los alzados.
Es impensable que la canciller María Fernanda Espinosa, en lugar de ocuparse en buscar el apoyo de todos los países con experiencia en cuestiones de terrorismo se encuentre en una gira de autopromoción de su candidatura a la Presidencia de la próxima Asamblea General de Naciones Unidas. Esa actitud es muy cuestionable.
Otro de los pasos desatinados en materia de seguridad nacional fue el haber ratificado al país como sede de las conversaciones entre el gobierno colombiano y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Esas negociaciones debieran desarrollarse en otras naciones, por ejemplo Cuba o Venezuela. A eso se añade el hecho cierto de que el ministro de Defensa no sabe de asuntos de defensa, igual que la canciller no conoce de relaciones exteriores.
Lo lógico sería que el cargo de ministro de Defensa lo ostente una persona (civil o exmilitar) que domine esos asuntos. Lo mismo en el caso de quien ejerza la función de canciller; es impensable que la ministra en lugar de ocuparse en buscar el apoyo de todos los países con experiencia en cuestiones de terrorismo se encuentre en una gira de autopromoción de su candidatura a la Presidencia de la próxima Asamblea General de Naciones Unidas.
Esa actitud de la jefa de la diplomacia es muy cuestionable. En estos momentos, ella debería exigir a Colombia que tome cartas en el asunto, que se involucre y que no se lave las manos en un problema que no ha sido generado por el Ecuador, sobre todo en estos momentos en que la narcoguerrilla mantiene secuestrado un equipo periodístico de El Comercio y trata de chantajear al país a cambio de liberarlos.
Las exigencias de realizar un canje de prisioneros y deshacer un acuerdo firmado con Colombia para combatir el terrorismo, son inaguantables. No se puede negociar con el narcoterrorismo. Aspiro y espero que el gobierno obre con inteligencia y prudencia en todo lo conducente al rescate de los periodistas plagiados, pero no es posible ceder a las pretensiones de los captores.
A finales de febrero, en el acto conmemorativo de los 189 años de la Batalla de Tarqui, el presidente Lenín Moreno hizo un llamado a la unidad nacional para enfrentar los sucesos de la frontera norte. La invocación ha sido formulada pero todavía no logra todavía aglutinar a todos los ecuatorianos alrededor de esa idea.
Quizás para conseguir la unidad, el mandatario tenga que emitir una señal clara al país de que su gobierno planta cara al problema con la solvencia que la coyuntura amerita. Aquello pasa por relevar del cargo al ministro de Defensa y designar una persona versada en el tema. Lo mismo en Cancillería. En otras palabras, para llamar a la unión el gobierno primero debe sincerar sus acciones.
A su vez, los partidos y movimientos políticos de todos los colores, sus representantes, los asambleístas, las organizaciones, deberían dejar de lado sus intereses de grupo y unirse en beneficio del país; la actual coyuntura exige coincidencias. No es posible que por estar desunidos permitamos que la nación corra el riesgo de convertirse en la Colombia de los años 80 o en el México actual.
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