El periodismo es un oficio arriesgado, nadie lo duda. Lo es sobre todo cuando las estructuras de un Estado pueden ser vulneradas por grupos criminales, relacionados con el narcotráfico, la corrupción de cuello blanco, el tráfico de armas, la trata de personas… Y los periodistas no son ajenos a esa realidad, porque su oficio es sacar a la luz lo que esos grupos pretenden ocultar o dejar bajo la alfombra.
Acudir al lugar de los hechos siempre será un riesgo a tomar y ningún periodista que acude a un sitio a hacer una cobertura puede decir que lo hace obligado. Muchos de los que están en la calle tienen infinidad de historias que contar. Amenazas, advertencias veladas, intentos de generar temor. Y sin embargo ahí están. Ir a las fuentes primarias de la noticia, sobre todo cuando se trata una zona de conflicto, siempre será un doble y hasta triple riesgo, pero hay también en el fondo algo de adrenalina, hay emoción, hay las ganas de contar historias. Porque esas historias les hacen bien a las democracias de los países. Dejan al desnudo sus conflictos para que la toma de decisiones desde el poder sean más equilibradas o justas.
Los periodistas no son jueces ni fiscales como torpemente se intentó hacer creer en la última década pasada. Los intentaron convertir en jueces y fiscales, pero del poder de turno. Ahí están los medios llamados públicos para atestiguarlo. Su equipo de comunicadores fueron convertidos en fieles servidores del entonces huésped de Carondelet que intentó reducir la información a lo que su aparato de propaganda fabricaba.
El secuestro de un equipo periodístico de El Comercio en Mataje no deja de sorprender, por lo inédito del hecho. Algo que no ocurría ni en las épocas en las que el bloque 48 de las FARC mantenía un control absoluto de toda la frontera norte, desde sus conexiones fluviales hasta sus sistemas de comunicación con una radio propia. Las FARC trataban, por el contrario, de mantener relaciones de amistad con los medios ecuatorianos, prueba de ello fue que mantenían en Quito un equipo operativo de relaciones públicas que les organizaban hasta las ruedas de prensa.
La situación en la frontera norte ahora parece totalmente distinta. Hay grupos del narcotráfico, entrenados por paramilitares y guerrilleros, que intentan generar temor, terror no solo en la población fronteriza sino en las autoridades ecuatorianas. En su Fuerza Pública. Los blancos de sus ataques no ha sido la población civil, sino objetivos militares y policiales. El balance hasta ahora es de tres muertos y decenas de heridos.
Ahora también han querido dar otra demostración de fuerza con el secuestro de un equipo de periodistas de un medio de comunicación nacional con una amplísima trayectoria, en un territorio declarado en estado de excepción por el Gobierno por los atentados. Fue un golpe directo a la institucionalidad del Estado no porque sean periodistas los secuestrados, sino porque son ciudadanos ecuatorianos despojados de su libertad en un territorio con un bastante amplio despliegue de seguridad.
La respuesta del Estado necesita ser contundente y poner punto de orden en un territorio convertido en corredor de las drogas bajo la sombra de las FARC. Ahora son otros grupos los que operan ahí, no menos sanguinarios, pero sí más desorganizados porque ya no responden a una estructura de un supuesto ejército irregular. El Estado deberá enfrentar en esa zona a grupos de narcotraficantes cuyo fin es sembrar terror en toda la sociedad ecuatoriana. Y esa respuesta contundente pasa por traer a regreso al equipo de periodistas de El Comercio que solo hacían su trabajo, a costa de su propia seguridad.
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