Durante siglos, los astrónomos han sabido que los eclipses solares totales ofrecen una valiosa oportunidad científica.
Durante la etapa del eclipse llamada total, en la cual la Luna esconde completamente la fotosfera brillante del Sol, se observa una fina capa superficial emitida por este. Un eclipse permite a los astrónomos estudiar la colorida atmósfera exterior del Sol y su delicada corona extendida, normalmente invisible debido a la deslumbrante luz de la fotosfera.
Pero los eclipses solares totales son poco frecuentes, y solo son visibles durante un breve espacio de tiempo. Por ello, las observaciones de un eclipse requieren una planificación minuciosa y anticipada con el objetivo de asegurar que los astrónomos y su equipo se encuentren en el lugar correcto en el momento adecuado.
Como lo demuestra la historia de la astronomía, las cosas no siempre van de acuerdo a los planes, incluso para los cazadores de eclipses más experimentados.
Dentro de territorio hostil y mapas incorrectos
Samuel Williams, un reconocido profesor de matemáticas y filosofía natural de Harvard College, estaba ansioso por observar un eclipse solar total. Él había visto el paso de Venus en 1769, pero nunca había tenido la oportunidad de estudiar la corona del sol durante un eclipse. Según sus cálculos, un eclipse solar total sería visible desde la bahía de Penobscot, en Maine, el 27 de octubre de 1780.
Sin embargo, para llegar a Maine desde Massachusetts existía un problema: la guerra revolucionaria estaba en progreso, y Maine había sido tomada por el ejército británico.
Entonces, la legislatura de Massachusetts estuvo lista para asistir a Williams: ordenó a la Junta de Guerra del estado que prepare una nave para transportar a los analizadores de eclipses. El vocero institucional, John Hancock, solicitó al comandante británico en Maine, un permiso para que los científicos pudieran realizar sus observaciones. Cuando el barco, cargado de astrónomos, llegó a la bahía de Penobscot, se le permitió arribar a Williams y a su equipo, pero se les restringió entrar a la isla de Isleboro, lugar ubicado a tres millas de la costa.
La mañana del gran día había un cielo despejado. A medida que se aproximaba el momento calculado del eclipse total, al mediodía, la emoción se acumulaba. La luz del Sol se estrechaba cada vez más. Pero a las 12:31 p.m. la luz comenzó a ampliarse. Entonces Williams comprendió, para su frustración, que no estaba en el lugar indicado. Se encontraba 30 millas demasiado al sur.
Después de un devastador viaje de regreso a Massachusetts, Williams trató de determinar qué había salido mal. Algunos astrónomos, a partir de ese momento y en siglos siguientes, sugirieron que sus cálculos eran inexactos.
Los eclipses ofrecen una oportunidad útil para buscar elementos no descubiertos. El astrónomo inglés Norman Lockyer se convirtió en un fuerte defensor de las expediciones de eclipses.
Williams, sin embargo, tenía una explicación diferente. En su informe a la recién fundada Academia Americana de Artes y Ciencias, culpó a los mapas: “La longitud de nuestro lugar de observación concuerda muy bien con lo que habíamos supuesto en nuestros cálculos. Pero la latitud está cerca de medio grado menos de lo que los mapas nos habían indicado”, escribió.
Dado que un medio grado de longitud corresponde a 30 millas náuticas, esto podría explicar el por qué Williams terminó demasiado al sur.
Aunque Samuel Williams no pudo observar el eclipse total, su expedición no fue un fracaso total. Mientras observaba la estrecha franja visible a las 12:31, notó que existían unas “gotas que se desprendían” del Sol. Estas brillantes gotas, conocidas hoy como Gotas de Baily, se observan en el momento del eclipse total, y consiste en la luz brillante del Sol que se desborda de manera visible alrededor de los valles y depresiones del borde de la Luna. Su nombre hace honor al astrónomo Francis Baily; sin embargo, Baily vio y describió estas gotas en 1836, casi 56 años después de que Williams las observara por primera vez.
Difícil observar con humo en los ojos
Casi un siglo después, en 1871, el astrónomo inglés Norman Lockyer estaba ansioso por observar un eclipse solar total.
Tres años antes, él y el astrónomo francés Jules Janssen habían medido de forma independiente el espectro de la cromosfera del Sol. Para su sorpresa, encontraron una línea de emisión en el rango amarillo del espectro, que no correspondía a ningún elemento conocido.
Lockyer afirmó audazmente que la línea de emisión era de un nuevo elemento al cual lo llamó “Helio”, en relación al dios del Sol, Helios. Al darse cuenta de que los eclipses ofrecían una oportunidad útil para buscar elementos no descubiertos, Lockyer se convirtió en un fuerte defensor de las expediciones de eclipses. Sabía que el eclipse solar total del 12 de diciembre de 1871 pasaría por el sur de la India y convenció a la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, de patrocinar una expedición. Deseoso de mostrar que el dominio británico en la India estaba vinculado al progreso científico, el gobierno británico incentivó, con 2.000 libras esterlinas, y la compañía de vapor P&O ofreció tarifas reducidas para los cazadores de eclipses.
El viaje de Lockyer a la India no tuvo inconveniente alguno. Su equipo montó los instrumentos en una torre en el Fuerte de Bekal, En la costa suroeste de la India.
La mañana del 12 de diciembre de 1871 estaba despejada. Aunque Lockyer tenía fiebre (y malestar causado por los efectos del opio que estaba tomando para tratarlo), estaba listo.
A pesar de las dificultades planteadas por el clima, las hogueras ahumadas y los mapas incorrectos, los astrónomos han perseverado siempre en su búsqueda por observar eclipses.
Durante las fases iniciales del eclipse, Lockyer notó una extraña actividad debajo del fuerte. Los habitantes locales reunían una enorme pila de maleza para alimentar una hoguera; al parecer, alimentaban el fuego en la tierra con la finalidad de animar al Sol para que este vuelva a brillar. El astrónomo estaba alarmado; la columna de humo se había levantado delante de él y del Sol eclipsado.
Afortunadamente, el superintendente local de la Policía se encontraba presente y convocó a una escuadra de policías para que apagaran el fuego y dispersaran a la multitud. Durante el eclipse, ahora libre de humo, Lockyer hizo observaciones valiosas de la estructura de la corona del Sol.
El clima juega una mala pasada
A principios del siglo XX, el astrónomo inglés Sir Frank Dyson estaba ansioso por ver un eclipse solar total. No tuvo que viajar mucho, ya que el eclipse del 29 de junio de 1927 tenía como trayectoria el norte de Inglaterra, desde Blackpool en el oeste hasta Hartlepool en el este. Como figura eminente en el conglomerado científico y experto renombrado en eclipses, Dyson no tuvo ninguna dificultad en hallar apoyo financiero para sus observaciones.
Sin embargo, lo que él no podía definir era la variabilidad del clima inglés. Durante el mes de junio, el norte de Inglaterra promedia unas siete horas diarias de luz solar directa; sin embargo, esto viene junto a una mezcla de climas que incluye días completamente cubiertos y días completamente despejados. Dyson no sabía qué esperar.
Tras comprobar los registros del tiempo a lo largo de la trayectoria prevista del eclipse, Dyson decidió observarlo desde la aldea de Yorkshire, en Giggleswick. Mientras él y su equipo se preparaban, la elección de la ubicación inicial parecía dudosa; durante dos semanas antes del eclipse, cada tarde el cielo lucía completamente nublado, exactamente a la hora en la que el eclipse total ocurriría el 29 de junio.
A pesar del clima poco prometedor, una muchedumbre convergió en el camino del eclipse. Las compañías ferroviarias llevaban trenes con excursiones especiales, las ciudades a lo largo de la ruta del eclipse patrocinaban los denominados “bailes de eclipse” y los periódicos ofrecieron “gafas para el eclipse” a sus suscriptores.
Al final, la mayoría de los espectadores estaban decepcionados. Desde la nube errante que bloqueaba totalmente al Sol, en la línea de vista de la torre de Blackpool al cielo cubierto en Hartlepool, el tiempo no cooperó.
A pesar de esto, felizmente para Dyson, la ciudad de Giggleswick era casi el único lugar, a lo largo de la trayectoria, que tuvo un cielo despejado durante el eclipse total. Las aproximadamente 70.000 personas que convergieron allí, siguiendo las indicaciones del camino astronómico, también se beneficiaron de su buena suerte.
Después del eclipse, la declaración pública de Dyson fue positiva: “Las fotografías han salido muy bien. Un eclipse muy claro y llamativo. Nuestras observaciones salieron muy bien”, expresó.
A pesar de las dificultades planteadas por el clima, las hogueras ahumadas y los mapas incorrectos, los astrónomos han perseverado siempre en su búsqueda por observar eclipses.
Autor: Barbara Ryden
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