Charlottesville es una ciudad de Virginia de 45 mil habitantes. Los residentes ahora buscan respuestas a los choques entre supremacistas blancos, que piden mantener la estatua de Robert E. Lee, general de la Confederación durante la guerra civil, y contramanifestantes, grupos negros y antifascistas que defienden la decisión del Ayuntamiento de retirar el monumento.
James Alex Fields Jr., de 20 años, arrolló el sábado de forma intencionada a los integrantes de una marcha contra la extrema derecha. Mató a una mujer de 32 años e hirió a 19 personas. Horas antes del suceso, según la prensa, Fields participó en una protesta de grupos supremacistas en la que llevaba un escudo de la organización neonazi Vanguard America, con gafas de sol, polo blanco y un escudo negro con dos hachas blancas entrecruzadas.
Charlottesville es el escenario de un debate, avivado en 2015 tras una matanza racista en Carolina del Sur, sobre la simbología de la vieja Confederación, que algunos consideran un legado esclavista y otros una seña de identidad histórica. Viejas heridas han sido puestas otra vez sobre el tapete. Viejas heridas que no las ha podido tapar Donald Trump.
El presidente de Estados Unidos ha sido puesto en un momento histórico para Estados Unidos. Sus primeras declaraciones solo dejan decepción. Pero todavía puede estar a la altura de las circunstancias, porque Charlottesville es solo una señal contra ese discurso que alimenta el odio. Ese que no acepta al otro. Ese que se cree superior. No es solo la supremacía blanca, es la supremacía de todo. De los que se creen superiores tanto en la izquierda como en la derecha. De los que se creen puros, pese a todas sus suciedades.
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