Pocas veces en mi vida me he sentido tan descorazonado como hoy. El día pintaba para difícil porque empezó con críticas de gente cercana a quien quiero mucho sobre la defensa que realizo de las víctimas en el caso Vaca-Cajas-Jarrín. Que te insulte un troll o te descalifique alguien que ignora nuestra historia finalmente resbala. Que te cuestionen tus amigos o tu familia duele. Me dije: es parte de esa ceguera colectiva que como sociedad padecemos y que ha endiosado al represor, colocado aureola y alitas a las fuerzas armadas y convertido en ISIS a un grupo de jóvenes que aún equivocados en su proceder no se merecían todo lo que les hicieron. Lo de la mañana era solo el presagio de lo que traería el día, una pantomima orquestada por los militares con plantón incluido, con un excelente timing de medios a los que respeto, que cedieron espacio para alterar la realidad, y finalmente, el sabotaje de la audiencia de juicio por crímenes de lesa humanidad. La juez que presidió la audiencia, desconociendo el debido proceso y principalmente el principio de contradicción -además sin consultar a sus colegas de banca- les dio una mano a los militares para que nuevamente, como han hecho por 30 años, estos señores de “honor” se rían en la cara no de las víctimas sino de la sociedad ecuatoriana que acepta con desdén que se nos siga mintiendo. Los militares dicen que todo está amañado, que es persecución política dicen, que el juicio ha prosperado porque las víctimas son cercanas al poder dicen, pero todo lo que han dicho se desmorona ante la evidencia de que son ellos quienes actúan en contubernio con el poder de turno dispuesto a darles seguramente 30 años más de impunidad a cambio de unos meses más de estabilidad. Qué vergüenza me da de la justicia de mi país, que hoy revictimizó a quienes ya fueron torturados, violados, desaparecidos, y cediendo ante el fulgor de las medallas que los comandantes de las fuerzas armadas vinieron a presumir en persona en la audiencia, escribió otra página en esta historia de impunidad. Brillan, las medallas brillan, pero la verdad ellos no se las merecen, no son hombres de honor, los hombres de honor no actúan así, reconocen sus errores, piden disculpas por ellos, aceptan su responsabilidad, pero claro, no en esta sociedad “polarizada” donde las fuerzas armadas “obedientes y no deliberantes” todavía pisotean con sus botas a los ciudadanos comunes y corrientes, mientras hipócritamente se declaran perseguidos.
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