Pensar que el debate es un trámite o, peor aún, creer que es una ocasión para descargar pasiones, ejercer tácticas y descalificar al adversario, es renunciar a la democracia entendida como sistema que dota de legitimidad a ese hecho siempre sospechoso que es el poder. Creer que el debate es la ocasión para exhibir la profundidad de las pasiones, es identificar la política con el desquite.
Así, pues, ¿para qué sirvió el debate? ¿Más aún, valió la pena ese sorteo de temas, esa suerte de “graduación” ante millones de personas asombradas, confundidas, apasionadas o escépticas? ¿Se justifica la expectativa de tantos ciudadanos que esperaban signos para apostarle a la esperanza?
No sirvió para nada de eso.
El debate, entonces, no es un recurso que afiance la democracia, más aún si este es un sistema de gobierno que debe caracterizarse por la tolerancia, el respeto a las reglas, las ideas y las personas.
Tan esperado evento no sirvió para apuntar ideas sobre los planes de gobierno.
Nada nuevo sobre temas esenciales como la seguridad.
Nada preciso sobre la estabilidad económica, vagas ideas sobre la pobreza, el empleo, la inversión extranjera.
Nada sobre los temas eléctrico, minero, petrolero, agricultura, infraestructura. ¿Y las libertades, y los derechos fundamentales?
La estructura del debate, estructurado a modo de examen de bachillerato, la generalidad de las preguntas y el pasivo papel de la moderadora, (en realidad, lectora de preguntas), anularon toda expectativa razonable y permitieron que el evento se convierta en un lamentable enfrentamiento de los candidatos, en ocasión para el desafío y el desplante. Prevaleció la descalificación, la visión del otro como enemigo, y esto es ciertamente grave.
Pese al evidente y reiterado fracaso de los debates políticos, pese a la devaluación democrática que soportamos, se esperaba algo mejor de lo que el evento fue.
El país, tan complicado como está, merecía un trato más cordial de sus asuntos, exigía, y exige, más categoría, más serenidad, más respeto. Merecía algún gesto que alumbre la posibilidad de que, en realidad, sea la población y su mejor vida, el destinatario de cualquier mensaje, y el verdadero actor en el sistema. No ocurrió nada de esto, lo que confirma el hecho de que la democracia ha adquirido visos de espectáculo y aires de implacable competencia.
De competencia, sí, porque incluso se habla de ganador y perdedor, de triunfos y derrotas.
¿Es esa la lógica del debate, es esa la concepción del sistema político, conformado no por ciudadanos, sino por enemigos, no por solidaridades, sino por rencores?
En esas condiciones, parece cada vez más lejana la posibilidad de que partidos y movimientos propicien, y lleguen, a grandes acuerdos nacionales, a gestos que reemplacen los odios con la mínima comprensión del drama y del desencanto que empaña nuestras vidas.
El país no ganó. El país perdió.
Este artículo fue publicado en El Universo, el 27 de marzo de 2025
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