Ya se ha hecho costumbre en esta pequeña geografía nacional conocer de procesos judiciales relacionados, sobre todo, con sonados casos de corrupción y crímenes que generan serias dudas y cuestionamientos por decisiones de jueces y autoridades que no se sujetan al derecho aplicable, menos aún a valores y principios para garantizar el interés general, sino que obran en función de intereses políticos, económicos o de grupos, ejerciendo así un activismo judicial por demás cuestionable. Lo cierto es que hay autoridades, jueces y funcionarios que aprovechan los resquicios de la ley, se saltan la norma o la interpretan antojadizamente, todo para favorecer a los corruptos antes que, para honrar el significado de ser funcionario público entregado a la causa de la justicia. Preocupa que cada vez más sepamos de casos de prevaricato, hábeas corpus amañados, desacatos de autoridades a sentencias judiciales, impunidad, politización de la justicia.
Al tratar de la Función Judicial y Justicia Indígena, la Constitución pomposamente determina, entre otras cosas: “La potestad de administrar justicia emana del pueblo y se ejerce por los órganos de la Función Judicial y por los demás órganos y funciones establecidos en la Constitución” (art. 167); sobre las garantías básicas del derecho al debido proceso consta: “Ser juzgado por una jueza o juez independiente, imparcial y competente” (art. 76.7). La Constitución además contiene medio centenar de disposiciones directamente relacionadas con la justicia, establece, así mismo, múltiples principios orientadores de la tarea juzgadora y de administración de justicia, ejemplo: “Los órganos de la Función Judicial gozarán de independencia interna y externa. Toda violación a este principio conllevará responsabilidad administrativa, civil y penal de acuerdo con la ley” (art. 168.1). A todo esto, se agrega la Ley Orgánica de la Función Judicial, reglamentos específicos e innumerables resoluciones de órganos de la misma Función. El reto es pasar de lo que está escrito en el papel a la práctica, para que no nos gane la anarquía.
Los problemas de la administración de justicia pueden deberse a falta de normas adecuadas, a diseño errado y mal funcionamiento de las instituciones o, a los funcionarios que allí se desempeñan, pero, sobre todo, debido a esta última razón, ya que son personas las que diseñan políticas, normas e instituciones, y son quienes las hacen funcionar. Cabe reconocer que hay excelentes funcionarios con una carrera judicial y desempeño intachables, pero como no todo es color de rosa, la triste realidad muestra que también existen funcionarios judiciales con fuertes vinculaciones políticas, carentes de preparación adecuada, producto de concursos dudosos, con rendimiento deficiente en calidad y cantidad. Los malos funcionarios no deben seguir allí, pues son los más peligrosos porque perjudican la imagen institucional y enlodan el quehacer de una de las funciones públicas que por su naturaleza y trascendencia en una democracia debe ser transparente para generar confianza en un clima de seguridad permanente.
La factura de una justicia frágil es impagable. ¿Qué hacer ante esta grave realidad? Urge remozar las políticas del sector para propiciar la independencia judicial y la ética en todos los espacios, la optimización de recursos y la eficiencia. A la par se debe mejorar radicalmente los procesos de selección y promoción, fortalecer la capacitación y actualización de conocimientos -en esta tarea las universidades deben jugar un rol preponderante-, optimizar los procesos de evaluación de desempeño, lo disciplinario; además, hay que fortalecer los sistemas informáticos, la conectividad, y concretar el expediente electrónico. Las soluciones y medidas pueden ser diversas, ya que la justicia tiene que ver con muchos frentes como la democracia, recuperación económica, desarrollo social y confianza en el país. Con decisión política y compromiso es posible lograr cambios importantes en este frente tan sensible y vulnerable.
Original del Telégrafo
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