En la era digital y con la pandemia las relaciones sociales e interpersonales se mudaron, casi completamente, al entorno digital. Las conversaciones que se mantienen a través de redes sociales o aplicaciones de mensajería se terminan “dejando en visto” a la otra persona, algo que no ocurre en una conversación personal.
Si partimos de un principio básico de la filosofía y de la antropología de la comunicación que dice que nuestra comunidad humana se construyó en base al intercambio de bienes, cuidados mutuos y palabras, ósea, al interior de un espacio dialógico en el cual los símbolos y lo signos nos enlazan, nos articulan como sociedades comunicativas desde los comienzos, no podemos dejar de reconocer que la revolución digital ha transformado este basamento antropológico en sus raíces. Hoy, el fenómeno comunicativo tiene más que ver con la conectividad que con la comunicación propiamente dicha. Las conversaciones personales gozaban de dos elementos fundamentales, el espacio físico y el encuentro de los cuerpos en tanto superficie de signos y gestos expresivos. En ese encuentro prevalecía una proxémica de la comunicación. La conectividad, en cambio, impondrá cambios a estas condiciones materiales, cosa que ya empezó hacer el teléfono tradicional, pero que de algún modo sostenía la presencia en tiempo real de la voz.
La conectividad digital, la comunicación digital interactiva, las hipermediaciones suponen unos cambios radicales en este basamento de la comunicación analógica. Al basarse en el hipertexto, y en la digitalización del átomo, hace posible que el encuentro conversacional ya no sea bi-direccional, sino reticular. Es decir, las “conversaciones” inter-personales, de a dos, o en grupo, están sumergidas en un ecosistema comunicativo más intensivo y radial por ser interactivo, multitarea, hiperestimulado por otros referentes que se cruzan al diálogo, a la interacción. Aquí radica, a mi modo de ver, el cambio que la digitalidad impone a los modos de conversaciones tradicionales.
Hoy lo “necesario” es la conectividad ya que vivimos una sociedad de la información. La pregunta que debemos hacernos es si sabemos equilibrar o ponderar cuándo es importante una reunión cara a cara, y cuándo de modos virtuales. Las “conversaciones” digitalizadas e hipertextualizadas se dan a diario y de modo intensivo. Pero al tener cuerpos y sensaciones, los sujetos van a revalorizar el encuentro físico, especialmente si son relaciones significativas. Las demás -que son la mayoría- se dejarán a la virtualidad cotidiana, o en su defecto a una hibridación de ambas con preeminencia de lo digital.
Semióticamente hablando el doble visto significa, entre otras cosas, una suspensión del intercambio, una pausa no consensuada entre dos interlocutores. Por eso es por lo que se produce un malestar de baja intensidad en quienes quedan en suspensión, como paralizados, ya que la palabra, si es dialógica, y no meramente informativa, busca al otro, busca cumplir el circuito de la pregunta y la respuesta.
Podemos especular que, si hay la costumbre de “comunicarse digitalmente”, especialmente por mensajerías, y el doble visto es una constante entre personas significativas, lo que se irá constituyendo paulatinamente es un deterioro de un principio moral de la comunicación tradicional: la confianza o la veracidad de la reciprocidad inmediata. En ese vacío que se produce por la suspensión de una respuesta inmediata, se introducen las dudas, como: ¿seré importante para la otra persona? ¿serán otras cosas, actividades y ocupaciones más importante que nuestro dialogo? O se irá minando otro valor como el interés y la autoestima: ¿soy una persona a la que dejan esperando sin consecuencias?
Zigmund Bauman ya había adelantado a principios del siglo XXI que vivimos en tiempos de “amores líquidos”, de amores que tienen como pegamento precario el neo narcisismo del Yo contemporáneo aunado a la velocidad de los cambios tecnológicos y capitalistas que todo lo vuelve obsoleto, especialmente las relaciones amorosas. Las actuales relaciones de pareja hipermodernas experimentan la crisis de valores clásicos como la confianza, la fidelidad, la sostenibilidad de la relación. Estos valores se encuentran minados o “amenazadas” por la conectividad extrema de los actores sociales, que hace de las relaciones un mero nodo en la red, un avatar más, un contacto más en una red social entre otras. La conectividad multiplica los encuentros imaginarios entre las personas, proliferan los comentarios en todos los sentidos, los contactos se permutan incesantemente, las “amistades” aparecen desde el anonimato o desde la popularidad, y al mismo tiempo, surgirán para una pareja las sospechas, los celos, las atracciones cruzadas, el estoqueo, los comentarios insidiosos, entre otras especies morales de la conectividad contemporánea.
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