Por el Dr. Francisco Huerta Montalvo
Remitido por Juan de Althaus.
Intervención del doctor Francisco Huerta Montalvo en el Congreso Internacional Ética, Universidad y Sociedad, llevada a cabo en la Universidad del Azuay, el 25 de noviembre de 2020.
Señor rector de la Universidad del Azuay, doctor Francisco Salgado; señor coordinador general del Congreso Internacional Ética, Universidad y Sociedad, doctor Juan Morales Ordoñez; autoridades universitarias, distinguidos expositores, señores profesores, señores estudiantes:
Mi primera obligación, sometiéndome a los cánones de la cortesía, debería ser agradecer por la invitación a participar en el Congreso, que con buenos augurios acaba de iniciarse; pienso que no los violo si opto por cumplir con el deber de reconocer antes el esfuerzo cumplido por la Universidad del Azuay y su admirada comunidad académica y administrativa, y les brindo mi más cordial felicitación, personal e institucional a nombre de la Universidad Casa Grande.
Qué grato es apreciar a toda la Universidad del Azuay comprometida con la voluntad de incorporar la iluminación de la ética y la bioética en el estudio de la realidad, “con el fin de contribuir a la comprensión colectiva de su importancia, en la formulación de políticas, definición de estrategias y ejecución de acciones”.
Sin duda, en el lenguaje del filósofo español Javier Gomá, quien recientemente (vía Zoom) visitó Guayaquil en razón de las conmemoraciones del bicentenario de la Independencia, lo cumplido y por cumplirse en esta ciudad hermana, Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca, es una clara manifestación de ejemplaridad pública, esa condición que tanto echamos de menos en el comportamiento de todos los ciudadanos dignos de ese calificativo y, especialmente, en los funcionarios públicos de nombramiento o elección popular.
Por ello, y permítanme explicar el largo título, no basta con volver a incidir de manera general sobre la antigua relación entre la ética y la política. Tuve la oportunidad de reflexionar algo más con motivo de la invitación que, en meses pasados, me hizo el grupo que, de manera institucional, reflexiona sobre ética y sociedad en esta universidad.
Entonces, avancé, desde la ética, a Nicómaco de Aristóteles (siglo IV a. C.), a las reflexiones contemporáneas, utilizando como referente trabajos de la doctora argentina María de los Ángeles Yannuzzi, de la Universidad Nacional de Rosario.
La culta audiencia aquí congregada conoce que, en el libro del Estagirita Aristóteles, escrito para su hijo, es, entre otras materias desarrolladas en su texto, un tratado de ciencias políticas, surgido en un tiempo, ya remoto, cuando la “ética” y la “política” eran términos equivalentes.
En cuanto al trabajo de la politóloga argentina antes citada, el propio resumen refleja muy bien las premisas fundamentales. Conviene traerlas a la memoria:
“La relación entre ética y política en la democracia moderna no deja de ser tensa y peligrosa, ya que esta última introduce un fuerte relativismo moral que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones propias de toda sociedad compleja, no puede ser sostenido en el campo de la política. Es aquí cuando el poder, al penetrar la dimensión ética, introduce en ella la más grande distorsión, ya que el discurso de la ética se convierte en una mera forma de justificación del poder. Esto es lo que hace que la constante tensión entre ética y política nunca tenga un modo único o, incluso, satisfactorio de resolución. Solo la implementación de una lógica argumentativa que parta del reconocimiento de la precariedad y ambivalencia, que se entabla en la relación entre ética y política, puede servir de resguardo ante aquellas distorsiones que, en nombre de la primera, planteen el riesgo de cercenar desde el poder del Estado los espacios de libertad”.
Yannussi aclara: “(…) la lógica argumentativa, aplicada al espacio público, queda restringida, en la práctica, a unos pocos sujetos que no necesariamente comparten las mismas intenciones. En este juego discursivo que entabla, habrá quienes pretendan arribar a criterios consensuados de justicia, y quienes solo utilicen la argumentación como forma de posicionarse mejor en relación al poder del Estado, legitimando así su propia conducta. No olvidemos que —recalca la autora— dada la dificultad para la articulación de los consensos en una sociedad de masas, siempre se abre una gama infinita de prácticas que pueden ser designadas como corruptas; algunas claramente reconocibles y cuestionables por todos, y otras, solamente señaladas como tales desde posiciones principistas de purismo total o, incluso, desde la mera conveniencia”.
A visibilizar y a tomar conciencia sobre algunas de esas prácticas de gama infinita, y a lo que podemos y debemos hacer aprovechando las extraordinarias posibilidades que nos brinda el proceso electoral en curso, es a lo quiero dedicar mis reflexiones de hoy.
Permítanme antes, para contextualizar la situación y no caer en el riesgo de que se me acuse de ser únicamente un pesimista escandalizado y escandalizador, refugiarme en un texto de Gomá, tomado de su libro Ejemplaridad Pública.
Acota el filósofo español que “(…) la misma civilización que ha sabido progresar moralmente, ganando a la opresión una más amplia esfera de libertad, ha usado esa libertad ampliada, en una medida no despreciable para la inmoralidad más perversa, haciendo descender al hombre a unas profundidades de abyección y envilecimiento imposible de predecir. De lo que sigue, en fin, que, si desde la perspectiva de la libertad cabe confirmar la existencia comprobada de un progreso moral, desde el contenido de esa libertad y de su ejercicio efectivo sería casi un sarcasmo mantener semejante aserto”.
¿Cuánta de esa perversa inmoralidad incrementada se ejerce en estos días? ¿Cuánto hemos continuado descendiendo en abyección y envilecimiento? Vale la pena analizarlo, aunque resulte doloroso. No como un ejercicio masoquista; sí como esfuerzo imperativo para salir de las profundidades en las que hemos caído. También para recuperar la esperanza y revalorizar viejas y nobles maneras de concebir nuestra privilegiada condición de universitarios.
Admitiendo que la corrupción no es un fenómeno de estos días —ya Cicerón la combatía y practicaba—, la doble moral también es antigua. Pero, tiempos hubo en los que la honestidad e integridad, concretamente, se valorizaba: “Pobre, pero honrado”, se decía. Ahora ser pobre es sinónimo de fracasado.
Comentando en un país sudamericano sobre la magnitud de la corrupción que se le atribuía al gobierno de entonces, se me contestó con una cruel y cínica pregunta: ¿Y cuándo no ha sido así? Tanto se ha permitido el avance de la corrupción que se ha establecido como normal. Incluso, se llegado a medir su incidencia entre las preferencias del electorado, concluyendo que no es mayor; por eso ha disminuido la oferta de combatirla.
Sin duda, hemos caído en abyección y envilecimiento. El mandamiento cristiano “no robar” permanece archivado, al igual que el ancestral mandamiento andino que educaba en el mismo sentido. Ahora se denomina al robo “acuerdo entre privados”. Y no solo lo toleramos, sino que hasta celebramos esa impúdica visión. Con recursos obtenidos, asaltando instituciones públicas, se fundan partidos políticos, concebidos como ganzúas, para seguir sustrayendo; o se venden o alquilan al mejor postor.
Las adhesiones de los partidarios se compran y muchos habitantes con cédula, que no son ciudadanos, venden su firma varias veces. Y ahora hay una trasnacional de la corrupción. En teoría, los partidos de izquierda no ganaban elecciones por escasez de financiamiento para sus campañas. Lula con Odebrecht inventaron un mecanismo de financiamiento con apoyo del Banco de Brasil. Como resultado, muchos candidatos de esa pseudoizquierda ganaron las elecciones, pero ahora están presos, destituidos, fugados o se suicidaron.
En otro ámbito, hasta los concursos para designar magistrados, que buscan integrar la administración de justicia, son opacas y traslucen la maligna sombra de la manipulación. Igual ocurre en algunos centros de educación superior con los concursos para dotar sus cátedras. Se roba hasta en la adquisición de medicinas y otros insumos destinados a salvar vidas. La desfachatez es virtud. El soborno está sacralizado, porque la coima es ley de la república y los funcionarios requieren aceite para que los trámites no se estanquen o resulten adversos. Incluso, acceder a un ministerio está tarifado, tal cual el proceder, o no, a una interpelación.
Los poderes del Estado han perdido toda autoridad moral, al igual que muchos maestros o padres de familia. Así, hay demasiados jóvenes sin guía y, por tanto, sin rumbo; salvo los privilegiados, quienes están vinculados a la educación superior. A ellos quiero apelar ahora. En esta universidad me siento en voluntad de hacerlo, porque es visible el cultivo de la ética, ética que debe tener voluntad de acción o se quedará simplemente en retórica.
Iniciemos en esta universidad un plan de acción para sacarla del profundo bache en que se encuentra sumergida la república. Pongamos de moda la honradez, como propiciaba Martí. Las próximas elecciones son una espléndida oportunidad para circular principios y exigirlos a los aspirantes a presidir la nación. No todos tenemos interés en la política, pero todos debemos actuar como ciudadanos. Entre las múltiples crisis que nos asolan, no es menor la crisis ética. Para superarla, no queda mucha institucionalidad respetable. Algunas universidades que trabajan en el estudio de la realidad, bajo la luz de la ética, tienen un trabajo por hacer, un imperativo voluntariado urgente.
Este Congreso va a adelantar el trabajo. Área por área del conocimiento se va a reflexionar sobre sus implicaciones éticas. Todo lo aquí tratado no puede quedar como teoría seca. Existe una obligación moral de encarnarlo en la realidad nacional y continental, con el fin de detener la gangrena. No tenemos tiempo para esperar a la autopsia de las instituciones y así proceder a los diagnósticos. Los síntomas y signos evidencian las patologías sufridas. Ahora, lo que cabe es un plan terapéutico. Requerirá de algunas amputaciones. La corrupción ha penetrado profundamente. Castiguemos en las urnas a los corruptos, entendiendo, eso sí, que la desigualdad gigantesca que nos asfixia es tan propiciadora de otra forma de la corrupción: la pobreza, como la impunidad.
Debe estar claro, con Amartya Sen y otros economistas al servicio de la equidad, que también hay que pensar en nuevas estrategias de producción, afectando lo menos posible al medio ambiente, pero, igualmente, en otras formas de distribución del producto obtenido. América Latina ocupa los primeros lugares en inequidad.
Finalmente, recordemos —con un pensador de la patria grande, José Ingenieros en Las fuerzas morales— que: “En la sociedad como en el hombre, la inquietud de renovación es la fuerza motriz de todo mejoramiento; cuando ella deja de actuar, las sociedades se envilecen, marchando a la disolución o a la tiranía. El progreso es un resultado de la inquietud implícita en todo optimismo social; la decadencia es el castigo de las épocas de escéptico quietismo”.
Rompamos el quietismo, me atrevo a proponer. Generemos un nuevo optimismo social. Superemos la decadencia. Forjemos un nuevo comienzo para la República.
Muchas gracias por su atención.
Texto original publicado en el N.17 de Ventanales, revista de la Universidad Casa Grande:
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