Diciembre es un mes raro que invita, al mismo tiempo, al fortalecimiento de la espiritualidad y al gasto frenético. Y en medio de esa contradicción florece el hecho del regalo, del regalar, del dar, en sus diferentes sentidos. Todos los años –aunque supongo que especialmente en este, por causa de la crisis global que vivimos– nos comprometemos a no dar regalos innecesarios, a no dispendiar, a destinar mejor los ingresos, a concentrarnos solo en los más pequeños de la familia… Pero es inevitable: algo trae la época de la Navidad que nos anima a entregar un extra de nosotros a quienes orbitan nuestro entorno.
Hay tantos tipos de regalos para todos los gustos. Y en el acto de obsequiar un libro se expresa una generosidad expandida, pues, aparte del objeto material de cartulina y papel, lo que contiene un libro es un mundo entero. Un libro ofrece la posibilidad de ampliar la mente y los afectos hacia rincones insospechados. Un libro nos cobija y nos expone ante lo indecible, pues su capacidad transformadora no se puede medir sino con el paso indefectible de los años. Y, si se lee bien, despacio, hay lecturas que acompañarán para siempre a un lector. El libro es una de las invenciones más trascendentales de la humanidad.
Los libros como artefacto tienen una historia que es contada por la escritora española Irene Vallejo en El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo (Madrid, Siruela, 2019), libro que ha merecido en su país el Premio Nacional de Ensayo en 2020. Con una prosa fascinante, llena de datos y conceptos, Vallejo nos sumerge en el fascinante mundo del Mediterráneo cuando los funcionarios de la biblioteca de Alejandría recorrían los espacios geográficos conocidos en busca de volúmenes para atesorarlos en las estanterías que estaban abiertas a los estudiosos del orbe. Y todo empezó con una planta.
“El junco de papiro hunde sus raíces en las aguas del Nilo. El tallo tiene el grosor del brazo de un hombre y su altura se eleva entre tres y seis metros. Con sus fibras flexibles, las gentes humildes fabricaban cuerdas, esteras, sandalias y cestas”, dice Vallejo, quien nos recuerda que de papiro era la canastilla en que fue abandonado el pequeño Moisés, y que tres mil años antes de nuestra era los egipcios ya sabían fabricar hojas para la escritura, requeridas en África, Asia y Europa. Desde hace treinta siglos los humanos han ensayado libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y ahora de plástico y luz.
“El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática”, explica Vallejo. Las palabras que provienen de un libro, cuando lo leemos, son aire escrito… En él ha habido respiración y agitación, alegría y muerte, desazón y esperanza, lucidez y banalidad. Lo impresionante es que los libros dejan que cada lector tome la decisión final sobre lo que lee. Irene Vallejo nos propone una travesía por las vicisitudes humanas a través de las aventuras de autores, rollos y volúmenes de ayer y de hoy. Escribe, finalmente, una historia del libro que obliga a crecer con lo leído. (O)
Texto original publicado en El Universo
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