Se cree que el 25 de marzo de 1300 –otros estudiosos proponen el 7 de abril– el poeta Dante Alighieri inició con su imaginación el periplo, que duró una semana, del infierno al paraíso, pasando por el purgatorio. Para realizar esa proeza necesitó tres guías: Virgilio (símbolo de la razón), que lo condujo en el infierno hasta la cima del purgatorio; Beatriz (la gracia), desde el Edén hasta el Empíreo; y san Bernardo (la gloria), para llegar a la visión divina final. Este poema cuidadosamente planeado se llamó Comedia para distinguirlo de la tragedia: la comedia empieza mal y termina bien; este comienza en el infierno y acaba en el paraíso.
Además es comedia porque no emplea el latín literario, sino el toscano, “la lengua vulgar, en la que se comunican las mujercillas”, dirá Dante, cuyas dos primeras partes ya circulaban en 1315. Casi cuarenta años más tarde, un exultante Giovanni Boccaccio calificó la Comedia de divina, y así la posteridad la conoció: Divina comedia, aunque en la edición que repaso –con prólogo, comentarios y traducción de José María Micó– se restituye el título Comedia (Barcelona, Acantilado, 2018). Como algunos tal vez recuerden, este poema es un extraordinario relato con nuevas estrofas inventadas y estructura numérica basada en el tres.
La Comedia se expone como el cumplimiento de un camino de perfección, lo que podemos tomar no estrictamente en una dimensión religiosa, sino en un sentido más amplio y más práctico porque lo espiritual es parte de toda universalidad. Según Micó, es “un poema que no nos habla del saber, sino del vivir, de la vida mortal y de la vida eterna, a través de una ficción autobiográfica que pretendía alcanzar –y así ha acabado siendo– dimensión ecuménica”. El personaje y el autor del poema son el mismo Dante, a punto de cumplir 35 años, quien hace este viaje en un tiempo de extravío, miedo, desolación y angustia.
En los reinos recorridos por Dante las almas ‘pagan’ según se hayan comportado en vida. El infierno contiene lujuriosos, suicidas, despilfarradores, aduladores, malos consejeros, pusilánimes, golosos, avaros, iracundos, violentos, traidores, todos rufianes que sufren penas eternas, sin salvación. En el purgatorio están soberbios, perezosos, glotones, arrepentidos, asesinados que pueden expiar las faltas cometidas; hay alguna esperanza, pues son pecadores que han hecho un mal uso del amor. En el paraíso –la “divina floresta” que contrasta con la “selva oscura” en la que se hallaba el protagonista– hay armonía, luminosidad, inteligencia, orden.
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