Se viven tiempos convulsos en América Latina, y en realidad en el mundo en general. Las protestas azotan las calles de capitales y las vemos transcurrir en vivo en televisión y redes. Sin embargo, no podemos ni debemos atribuirle las protestas a un descontento global, hay un poco de eso, sí. Y también mucho más.
Las protestas chilenas ocuparon titulares durante semanas ya que nadie se esperaba que Chile, con su historial de estabilidad económica y política pudiera vivir algo similar a lo que se vivió en Ecuador tan solo unas semanas antes. La crisis fue desatada por un alza en el pasaje del metro y sin embargo, lo que reveló fue un descontento que trascendía el tema de los costos de transporte. Se habló sobre la Constitución, un remanente de la era Pinochet que junto con el toque de queda anunciado a los cinco días de iniciadas las protestas, era para muchos un eco demasiado fuerte de tiempos peores que se prefieren en el olvido. Se habló sobre la igualdad de oportunidades, un tanto curioso en un país con la estabilidad como sello, donde sólo bastan seis generaciones para pasar de recibir ingresos precarios a alcanzar el promedio nacional, según cifras de la OECD a diferencia de países como Colombia o Brasil donde las aspiraciones a cambios de clase económica deben esperar algunas entre seis y once generaciones. Sin embargo, la brecha entre ricos y pobres en Chile es la más grande entre los países miembros de la OECD. En un país donde se cantaban los clamores de la democracia, y luego de años de dictadura, no debería sorprendernos que la vara sobre expectativas de vida sea hoy más alta que ayer.
Las exigencias al contrato social son mayores porque las expectativas sobre las recompensas de la democracia son más altas. Esto no es una mala señal en sí, indica que la transición entre un sistema y otro ha sido completa. Sin embargo, debemos notar que existe insatisfacción con el sistema. Y este es el hilo conductor de las protestas que vemos a nivel internacional también.
Los recientes sobresaltos internacionales relacionados a las protestas en Iraq nos muestran los distintos alcances que tiene esta oleada de protestas internacionales, no necesariamente vinculadas pero que siguen paralelismos interesantes. En el caso de Iraq, por ejemplo, también son los jóvenes quienes lideran las concentraciones contra la corrupción endémica, servicios precarios, falta de oportunidades e intervención extranjera (iraní más que estadounidense), entre otras cosas.
El asesinato del general iraní Suleimani escala las tensiones en la región y sentiremos los efectos de esta muerte durante varios años más. A pesar de ello no debemos perder el foco puesto que aunque la preocupación internacional está centrada hoy en una posterior escalada de tensiones entre Irán y Estados Unidos, todavía queda la inestabilidad iraquí. Ese problema no se resuelve con la ausencia de Suleimani. Las demandas de los ciudadanos siguen insatisfechas y las peticiones de un sistema electoral posterior al creado post-intervención de Estados Unidos en el 2003 son bastante amplias. A pesar de haber atravesado un proceso de nation building bastante reciente (cuyos resultados necesitarían otro artículo para analizar), en Iraq también se siente insatisfacción.
Sin hacer mayores generalizaciones, las protestas internacionales hablan sobre el descontento con el sistema y la necesidad de repensar al mismo. Si nos remontamos a otras regiones como Europa y el Medio Oriente, la tendencia se mantiene en parte, Desde Siria al Reino Unido, el desazón sistémico viene atado a preguntas grandes: ¿cómo hablamos de representación? ¿Quién puede o debe hablar por mi? ¿Podemos creer en un sistema de distribución o economía de goteo con niveles de corrupción rampantes? Al mismo tiempo vale una mirada introspectiva con la que los dejo, ¿podemos verdaderamente hablar de las promesas incumplidas de un sistema cuyos principios nos negamos a seguir?
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