Luis Lacalle Pou, se convirtió a fines de noviembre pasado, en Presidente electo de Uruguay y asumirá el cargo el 1. de marzo del 2020, tras 15 años de gobiernos del izquierdista Frente Amplio (FA).
El triunfo de Lacalle Pou pone fin, por ahora, a la hegemonía del Frente Amplio, que en el 2004 venció en las urnas al Partido Colorado con la candidatura de Tabaré Vázquez, quien asumió en 2005 y luego de cinco años de mandato entregó la posta a José Mujica. En el 2015, Vázquez volvió a la Presidencia para un segundo período y en el 2020, pretendía entregar el mando a su coideario Daniel Martínez.
Sin embargo, si bien hubo un cambio en la presidencia de Uruguay, no necesariamente, cambió la correlación de fuerzas políticas. El presidente Lacalle llega con lo que en ciencias políticas se llama mandato dividido.
Basta mirar los resultados electorales, Lacalle gana las elecciones pero lo hace con apenas el 1.5% de diferencia respecto del candidato Martínez. A ello se suma, que en las legislativas, el Frente Amplio obtuvo una significativa mayoría.
Adicionalmente, el presidente Lacalle llega encabezando lo que algunos cientistas políticos uruguayos lo llaman, una “coalición forzada”.
Aunque no es extraño que en la política uruguaya haya una alianza entre el Partido Nacional y el Partido Colorado, que han sido los dos partidos tradicionales de derecha. Ahora deben incorporar al Cabildo Abierto, un nuevo partido de derecha que apareció apenas, siete meses antes de las elecciones y ya tiene representación, tanto en el legislativo, como en la alianza gubernamental.
Si se toman en cuenta todos estos factores, lo que se puede presumir más no necesariamente predecir, es que el giro a la derecha en Uruguay será bastante más moderado, que en otros países de la región. Esto, básicamente, porque algunas de las iniciativas presidenciales tienen que pasar por un legislativo dominado por un partido de centro izquierda (Frente Amplio), que sin lugar a dudas va a tratar de preservar los logros alcanzados en términos de inclusión social, justicia, poder de los sindicatos, etc., a lo largo de los últimos 15 años. Esa dinámica complica el gobierno del presidente Lacalle, pero además hace que Uruguay sea un caso muy moderado del giro a la derecha en América Latina.
Políticamente está, en este momento, en una posición complicada hacia el norte, en frontera con Brasil, con un gobierno de extrema derecha y hacia el sur, Argentina, con un gobierno de centro izquierda. Ninguno de esos países, sin embargo, tiene la voluntad de desestabilizar o siquiera intervenir en la política doméstica uruguaya.
En ese marco Alberto Fernández, presidente de Argentina, no corre el riesgo de quedarse aislado en el Mercosur, porque la plataforma de Lacalle es de centro derecha y no de extrema derecha. Quien tiene problemas desde su posición ideológica con la posición de Fernández es el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, porque no se siente cómodo en un foro multilateral, sino más bien manejando relaciones bilaterales.
Lo que lleva al presidente Lacalle al poder son dos elementos. Primero: el éxito de varios partidos de derecha al posicionar en la opinión pública, la idea del desgaste por los 15 años que lleva el Frente Amplio en el Gobierno. A lo que se sumó el cuestionamiento de algunos líderes por actos de corrupción, difundidos por la opinión pública y eso los uruguayos no lo perdonan. Esta coyuntura fue utilizada rápidamente por la centro derecha y extrema derecha uruguaya, para asentar el desprestigio del Frente Amplio.
Sin embargo, ese desprestigio no fue necesariamente capitalizado hacia la derecha, es decir, lo que se logró fue crear un mayor desapego de los ciudadanos hacia las instituciones políticas en general, lo que normalmente se conoce como antipolítica. Uno de los descubrimientos más importantes del reporte de 2018 del Latinobarómetro, medición de opinión pública que se hace en América Latina, fue que en toda la región la antipolítica, en el sentido de desafección de los ciudadanos con relación a los sistemas políticos, las instituciones políticas y el régimen democrático en general, se elevaron en gran medida.
Y uno de los países que sorprendía por su ritmo de crecimiento era Uruguay, un país en el que la democracia tenía una gran aceptación entre los ciudadanos. Esto no quiere decir necesariamente, que los uruguayos estén a favor de soluciones autoritarias, pero sí muestra que las instituciones políticas ya estaban cuestionadas.
Segundo: también hay que pensar en otro factor y es que un segundo período para un presidente, a menos que sea en reelección inmediata no suele ser muy bueno. A los expresidentes les pasa igual que a los exentrenadores de fútbol. En la primera vuelta les va fantástico, todo el mundo los adora, obtienen grades triunfos; pero en la segunda vuelta, la luna de miel es muy corta y lo más probable es que fracasen.
Ciertamente, si se compara los avances del rendimiento en general de este regreso de Tabaré Vásquez, con su primer gobierno, o el gobierno de Mujica, no es tan satisfactorio.
Este elemento se refleja en el tipo de votación que obtiene Lacalle, una votación muy cerrada y sin el necesario apoyo legislativo que necesita para implementar su proyecto de manera más rápida y firme. Por ello, tendrá que hacer muchas negociaciones y esto tiene que ver con que este desgaste del Frente Amplio no significó, necesariamente, el apoyo de sus propias bases.
En la segunda vuelta la poca diferencia que existió entre el candidato del Frente Amplio y el candidato del partido Nacional, se logra porque básicamente las bases del FA se movilizan para obtener la votación, no solo propia sino de otras personas.
Desde la primera vuelta hasta las elecciones de la segunda, el candidato Lacalle tenía una ventaja de 7 a 8 puntos en promedio en las encuestas, respecto de Martínez. Pero en noviembre, cuando se movilizan las bases del Frente Amplio, esas distancias se reducen fuertemente.
Por su lado, Tabaré Vásquez busca una transición civilizada y lo demuestra muy claramente al invitar a Lacalle a la posesión del presidente argentino Fernández, eso indica que habrá una relación democrática, de reconocer las diferencias, no de tensión ni de polarización.
Los uruguayos han aprendido a convivir muy bien, tienen una lección de historia muy fuerte y saben que cuando las cosas se van por el lado de una extrema polarización, todo el mundo sale perdiendo, hay muertos, heridos, desparecidos y un gobierno militar al que nadie quiere. Todos esos factores pesan, para obtener una sucesión presidencial ordenada y una relación civilizada, en lo que es un gobierno dividido.
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