La mañana del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway se despertó en su casa de campo en Ketchum, Idaho, se levantó, se puso su bata favorita y caminó hasta el cuarto donde guardaba sus armas para recoger una de las tantas acumuladas durante su vida de escritor deportista, combatiente, bebedor y seductor empedernido, el prototipo del macho americano. Fue al recibidor y apoyó la frente contra el cañon.
Alguna vez alguien le preguntó a Valerie Daby-Smith, secretaria de Hemingway, cuáles fueron las razones del suicidio del escritor que tuvo la proeza de narrar la tenacidad de un pescador para llevar hasta las costas el esqueleto de su faena. “Creo que fue por tres razones: porque el deterioro de su salud no le permitía escribir, porque no aceptaba la decadencia del cuerpo y porque la revolución le obligó a abandonar Cuba. Pensar que no podía volver le causó una gran depresión. Además, varios miembros de su familia lo habían hecho”.
Mucho se escribió sobre su suicidio, porque nadie encontró una nota aclaratoria. Un escritor de la talla de Hemingway no se había permitido la vileza de culpar a otros sobre una decisión personal.
“Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico. De todos modos, el enigma de su muerte es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para su propios personajes…”, escribió una semana después de su muerte, también un domingo, Gabriel García Márquez.
Hemingway, por supuesto, no tuvo la indelicadeza de culpar a otros de su suicidio. Es lo que ha hecho Alan García, uno de los políticos peruanos admirados por muchos, pero cuyo mayor mérito fue haber llevado a la ruina al Perú para satisfacer sus egos personales. Un ego que prefirió llevarse a la tumba, antes de someterse a un escrutinio público sobre su administración, sobre todo en el mayor caso de sobornos ventilado en América Latina, el de la constructora brasileña Odebrecht, experta en trabajar bajo estados de emergencia.
“Cumplí la misión de conducir el aprismo al poder en dos ocasiones e impulsamos otra vez su fuerza social. Creo que esa fue la misión de mi existencia, teniendo raíces en la sangre de ese movimiento. Por eso, y por los contratiempos del poder, nuestros adversarios optaron por la estrategia de criminalizarme durante más de 30 años. Pero jamás encontraron nada, y los derroté nuevamente, porque nunca encontrarán más que sus especulaciones y frustraciones”, escribió cuando supo que la Policía llegaba a su casa en Lima con una orden de arresto.
“Cumplido mi deber en la política y en las obras hechas en favor del pueblo, alcanzadas las metas que otros países o gobiernos no han logrado, no tengo por qué aceptar vejámenes. He visto a otros desfilar esposados, guardando su miserable existencia, pero Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos. Por eso, le dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones. A mis compañeros, una señal de orgullo; y mi cadáver, como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios, porque ya cumplí la misión que me impuse”.
He ahí retratado el populismo en América Latina. El suicidio no guarda ni grandeza ni bajeza, es otro acto humano más que tal vez muchos no entiendan. Las razones que intentan justificarlo, tal vez sí.
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