Un hombre de 28 años, de Australia, identificado como Brenton Tarrent, entró armado con un rifle semiautomático en una mezquita en la localidad neozelandesa de Christchurch, y disparó contra cientos de personas, algunas fueron rematadas en el piso.
En el video de uno de los tiroteos, retransmitido en directo a través de la cuenta de Facebook del autor de la masacre, él aparece con ropa militar al interior del centro de culto disparando a bocajarro a varias personas con un arma automática de la que cambió el cargador al menos dos veces.
“Vi muertos por todos lados. Había tres en el pasillo, en la puerta de entrada y dentro de la mezquita. Es algo increíble. No entiendo cómo es que alguien pudo hacerles esto a estas personas, a cualquiera, es ridículo”.El testimonio es de Len Peneha, un testigo que vio a un hombre vestido de negro ingresar a la mezquita Masjid Al Norr antes de escuchar decenas de disparos.
El terror volvió a atacar con fuerza esta vez en Nueva Zelanda contra decenas de personas indefensas en dos centros de culto, en sus actividades cotidianas; una tragedia que pudo ser mayor si un carro cargado de explosivos no hubiera sido detenido a tiempo por las autoridades.
“Nadie estaba a salvo del psicópata sin causa que rondaba los estacionamientos y las cintas de equipajes de nuestra vida diaria. Un aburrimiento feroz dominaba el mundo, por primera vez en la historia de la humanidad, interrumpido por actos de violencia sin sentido”, escribió J.G. Ballard en Milenio negro, dos años después de uno de los mayores atentados terroristas, contra las Torres Gemelas de Nueva York.
Es bastante difícil darle la razón a Conrad cuando afirmó que la sociedad es esencialmente criminal, porque es más sencillo creer que esa es una culpa de unos pocos sicópatas que rondan por nuestras vidas diarias; por las calles que deambulamos a menudo al mismo ritmo y con la misma curiosidad; por el bar al que entramos por una comida frugal; por el parque que caminamos una tarde cualquiera. Es bastante difícil decirle a Conrad que no tiene razón, hasta que vuelven a ocurrir hechos como los de Nueva Zelanda.
“La violencia política energiza a las sociedades, pero es un precio terrible el que se paga con ella”, dijo Ballard. Es como una mecha que se enciende con una fiesta del fútbol que se salió de control y sigue así hasta que alguien llega y mata al azar solo para obtener un protagonismo que la sociedad no debería darle. Normalizar la violencia, en cualquiera de sus formas, es una licencia que ninguna sociedad debiera permitirse.
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