A nivel global, una de cada tres mujeres ha sufrido violencia física o sexual y, en la mayoría de los casos, el agresor es su compañero sentimental (ONU Mujeres, 2018)
En América Latina, sólo en 2017, se registraron al menos 2.795 casos de femicidio (CEPAL)
Todos los años tienen lugar 22 millones de abortos inseguros y, en muchas ocasiones, las mujeres son penalizadas y revictimizadas (OMS, 2018)
El 71% de las víctimas de tráfico son mujeres, tres de cada cuatro son explotadas sexualmente (ONU, 2016)
Con cuestiones tan diversas en debate, ¿de qué hablamos cuando hablamos de violencia contra la mujer?
No es sólo que el tema es complejo y tiene varias aristas, además, nos supera la falta de información, las distorsiones y la desidia. El 25N tiene que ser, entonces, una instancia persistente de información y sensibilización, así como un espacio para evaluar los avances en la superación de uno de los principales problemas de nuestras sociedades. El panorama, en esta ocasión, continúa siendo desalentador. Bajo dichas condiciones, el presente texto pretende abordar la situación de la violencia de género hoy, bajo sus principales formas de expresión, y los desafíos en el contexto global actual.
Las cifras develan una situación que continúa siendo alarmante en lo relativo a violencia física contra mujeres y niñas. Estudios desarrollados por CEPAL sobre femicidio en América Latina, evidencian que, en la mayoría de casos, el agresor es la pareja o ex pareja de la víctima. Si bien, las leyes han tipificado el delito, superando la denominación de “crimen pasional”, queda mucho por hacer a nivel de sensiblización.
El cambio de tipificación supuso asumir la violencia de género como un problema que trasciende lo doméstico y que, por lo tanto, requiere de una intervención del Estado y sus mecanismos de prevención, procesamiento y sanción. Sin embargo, aunque en términos de opinión púbica, el informe de 2018 de Latinobarómetro evidencia que para la población en América Latina la violencia intrafamiliar contra la mujer es la más frecuente y, ocupa un segundo lugar como la más dañina, esto no se traduce necesariamente en una reducción de los delitos.
Hace falta una sistemática intervención que apunte hacia la construcción de una comprensión social más profunda del fenómeno y sus implicaciones globales, incluyendo, de manera más intensiva, a las instituciones educativas de todo nivel y, obviamente, a los medios de comunicación masiva que, en ocasiones, mantienen eufemismos que aluden a una visión individual/personal del problema.
Dicha intervención debería considerar, además, la importancia que la sociedad civil identifique otras formas de violencia como la psicológica -quizá la más sigilosa, va mimando poco a poco la autoestima de las mujeres, generando profundos daños emocionales- o la económica-patrimonial que alude a la privación o restricción en el manejo de dinero, recursos, servicios o bienes, atentando contra las condiciones de supervivencia de la víctima. Ambas, ejercidas puertas adentro en aquellos espacios y relaciones supuestamente seguros como la casa, la familia, el trabajo y las relaciones interpersonales. Son incisivos mecanismos de humillación y hostigamiento silencioso que afectan directamente al desarrollo personal de las mujeres y niñas.
Asimismo, la violencia simbólica en América Latina responde a la normalización de una cultura machista inherente a nuestros países. Se reproduce desde diversas instancias, se trasmite generacionalmente y se avala, incluso, desde distintos géneros. Incluye todo aquello que se conoce como micromachismos, prácticas permanentes, legitimadas socialmente, que no sólo violentan a la mujer desde una lógica de asignación de roles, sino que además perpetúan y generan condiciones para otros tipos de violencia.
Las nuevas generaciones, aquellas que superficialmente se caracterizan como millennials o centennial en función de su relación con la tecnología y el acceso a información, son altamente vulnerables a la trivialización de la violencia. El contexto global actual, nos presenta el desafío combatir nuevas formas de expresión de la violencia de género a través de prácticas como el internet grooming el cyberbulling o el revenge porn. Dinámicas vertiginosamente popularizadas que exponen, humillan, manipulan, intimidan y aíslan a niñas, adolescentes e incluso, mujeres adultas.
Son, además, inéditas instancias y herramientas para el acoso sexual que día a día se cuela, bajo diversas manifestaciones, en nuestras sociedades. Para estos casos, no sólo nos hace falta debate y educación, se requiere urgentemente de datos y estudios que permitan normativa y política pública adecuada.
En términos generales, no se trata, exclusivamente de mantener una perspectiva que se enfoca en enseñar a las mujeres a identificar qué es violencia, cómo afrontarla y, sobre todo, cómo denunciarla; resulta fundamental también el dar el giro hacia una formación orientada a la población masculina. Esta es una tarea pendiente que debe asumir la violencia como un problema estructural, anclado a un aparato simbólico y a un entramado de relaciones de poder. Esto, inevitablemente, se traduce en dinámica de funcionamiento social que se expresa en distintos espacios y sin distinción entre etnias, grupos etáreos o grupos socioeconómicos. Bajo dichas condiciones, el fenómeno demandas también de una aproximación cualitativa sostenida que evite la falsa creencia que vincula la violencia con falta de educación o pobreza.
Las distorsiones en torno al tema –conceptuales, causales, religiosas, entre otras- son una de las principales limitantes a la hora de abordar el tema. Cabe destacar aquí que, mientras las cifras continúan incrementándose, los esfuerzos por mitigar el problema disputan los espacios de comprensión y compromiso social con iniciativas Provida o con el incremento regional de convocatorias a movilizaciones en contra de la denominada ideología de género. Una falacia conceptual que distorsiona la lucha histórica de las mujeres –y las minorías sexuales- a través de retrógrados postulados que confrontan diversidad vs. desnaturalización, educación sexual vs. adoctrinamiento, libertad y autodeterminación vs. respeto a la vida.
Finalmente, y como proyección de los desafíos a futuro, se debe considerar que el contexto global activa nuevas alarmas constantemente. Tal es el caso de los efectos que tienen en el problema los procesos de migración forzada masivos en todo el mundo. Para el caso de América Latina, y específicamente de Ecuador, se debe poner especial atención en la crisis humanitaria que atraviesa la diáspora venezolana. La situación de precariedad a la que se ven sometidas mujeres y niñas, las vuelve especialmente vulnerables a procesos de trata, esclavitud y explotación sexual. El estado de indefensión que genera la irregularidad y la condición de extranjera en países que no asumen su responsabilidad en torno al tema, afecta directamente a la posibilidad de denuncia y protección.
Asimismo, y considerando que la violencia de género requiere de un espectro amplio de análisis, no pueden dejarse de lado aquellas implicaciones relacionadas con problemas de salud pública. Tal es el caso del embarazo adolescente – que ubica al Ecuador como tercer país en la región con la tasa más alta de embarazos entre 10 y 19 años- o las polémicas en torno al aborto que deberían plantearse, exclusivamente, en el marco de la despenalización del derecho a decidir. La violencia obstétrica es un campo poco explorado en países como el nuestro y, por lo tanto, un asunto pendiente que necesitamos abordar.
No se puede -ni se debe- continuar trivializando un problema tan grave como es la violencia contra la mujer en todas sus manifestaciones, cuyos costos sociales, e incluso económicos, trascienden a toda la sociedad. El siguiente 25N tendría que encontrarnos en mejores condiciones. Después de todo, estamos hablando de la condición de vulnerabilidad de la MITAD de la población global.
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