Se ha confirmado al escritor japonés Haruki Murakami como autor invitado de la FIL Quito 2018 y el solo anuncio de su presencia ha causado un impacto positivo en la que debiera ser la feria editorial más importante del país.
No es para menos, con una decena de premios y reconocimientos, el candidato permanente a Nobel de Literatura viene a refrescar años de autores – con honrosas excepciones- que no cumplían con la talla de invitado a un evento de esta naturaleza.
Lo que sí tenían era un denominador común: una ideología afín al régimen anterior.
Este hecho, que no es aislado, empezó con la intromisión del Estado en temas que estuvieron manejados –con errores y aciertos- por el sector privado. Pues sí: la Feria del Libro fue por décadas un evento de la Cámara Ecuatoriana del Libro y en el que el Ministerio de Cultura se sintió llamado a intervenir hace más de seis años. Al ser el ente rector de la cultura del país se esperaba que su presencia logre los beneficiosos efectos que tuvo en Colombia, cuya Feria del Libro se ha convertido en un verdadero epicentro editorial, económico y cultural de la región.
Lamentablemente para Ecuador, no resultó así. La omnipresencia del sector público politizó a la feria y la volvió un ring de disputa de poder. El desconocimiento de la industria cultural y editorial hizo que los ministros que pasaron por la cartera de Cultura quisieran inventar el agua tibia: las actividades, los invitados, hasta la sede del evento cambió, incluso con semanas de anticipación, del Centro de Convenciones Eugenio Espejo, al Itchimbía, al Bicentenario o a la Casa de la Cultura. La lógica de la gratuidad se impuso desde la entrada a la Fil hasta la ubicación de los estands de las casas editoriales donde primó una suerte de sorteo que, por supuesto, impidió tener salas mejor montadas. ¿El resultado? El espacio para la novedad editorial se convirtió en su antítesis, una especie de deshuesadero donde se ofertaban ejemplares que sobraban en las librerías.
La Fil Quito se volvió un punto incierto en la agenda, una cita nómada en la que se gastaron enormes presupuestos en productoras expertas en colocar luces y micrófonos, con 200 eventos sin público y en la que se malentendió el concepto de acceso a la cultura, todo ello pese a la intervención del Estado y gracias a él.
No todas las ferias del país corrieron con la misma suerte. La de Guayaquil, mucho más pequeña, tuvo resultados positivos: trajeron autores de peso que no buscaron quedar bien con nadie, las actividades culturales fueron puntuales, pero contaron con público y primó el concepto claro de feria, es decir pensando en inversión.
En esta edición, la presencia de Murakami causa el impacto que la FIL Quito necesitaba, sin embargo, no lo es todo. El sector privado debiera poder retomar la organización de la feria y tener al Estado como un socio estratégico; el acceso a la cultura no debe ser gratuito; la feria debe tener sede y fecha definidos y la planificación toma al menos un año. Murakami es, sin duda, un golpe de suerte.
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